Opinión
Ética cotidiana: una cruzada impostergable
Para hacer bien las cosas resulta imprescindible contar con buenas ideas, una adecuada estrategia y, obviamente, con las personas adecuadas; solo así podrían garantizarse resultados excelentes o, al menos, aceptables. Esta receta escrita a vuela pluma se aplica en todo tipo de espacios sociales, desde el de la organización de un hogar, hasta el que corresponde al manejo de una oficina pública, pasando por los de organización y desempeño de la iniciativa privada. Pero todo esto puede llevarse a la práctica solo si previamente las personas se apropian de la ética y de los valores (axiología), ambos asuntos cardinales de la filosofía del hacer o práctica, sin dejar de lado a la moral con su permanente preocupación sobre el obrar entre el bien y el mal.
Antes de aprender un oficio o profesión, antes de asumir una responsabilidad en lo público o en lo privado, antes de disponerse a servir a los ciudadanos y, en el día a día de la vida familiar, la ética y los valores deben estar presentes en todos los actos humanos, sea que estos ocurran en espacios sociales -ser ciudadano, excelente servidor-, políticos -gobierno, poder, ley-, científicos -la verdad-, religiosos -el espíritu- o artísticos -creatividad y belleza-. En la concepción de Aristóteles, la ética apela a la racionalidad de la convivencia en sociedad, también evoca la libertad de cada uno para hacer el bien.
Se debe hacer el propósito de dejar de lado algo que ha enraizado como una verdadera cultura en nuestra sociedad, una práctica que tristemente hace del amiguismo, el palanqueo, el arribismo, la sapada, la ley del menor esfuerzo y la viveza criolla, la norma general por excelencia; estas conductas despreciables convertidas en “regla” generan aplazamiento, resistencia y desencanto ciudadano. El cambio debe empezar en el hogar, en el aula de la escuela, el colegio y la universidad, en el lugar de trabajo, la oficina, el servicio público y privado, en todo espacio de decisión e interacción social.
El país requiere imperiosamente una cruzada por la ética cotidiana y el respeto a ley como objetivos alcanzables, involucrando a toda la sociedad, transformando la educación desde las raíces; implantando la ética junto a los valores fundamentales, para de una vez por todas dejar el anquilosamiento y construir un país de progreso con oportunidades reales. Fuente: El Telégrafo
Noticias Zamora
Entre la vida y la eternidad
Introducción
Cada 2 de noviembre, en muchos países de tradición cristiana (y especialmente en el Ecuador) se celebra el Día de los Difuntos, una fecha en la que el silencio y la memoria se entrelazan con el amor y la fe. No es un día de oscuridad, sino de luz interior: un tiempo para mirar al cielo con gratitud y al corazón con esperanza.
Las familias visitan los cementerios, adornan las tumbas con flores, oran y comparten alimentos tradicionales como la colada morada y las guaguas de pan, símbolos de unión, vida y recuerdo. Pero más allá de la costumbre o la nostalgia, esta jornada nos invita a reflexionar sobre el misterio de la existencia: sobre lo que significa vivir, morir y trascender.
El Día de los Difuntos no es solo una cita con quienes partieron, sino también un llamado a reconciliarnos con el sentido de la vida. Nos recuerda que la muerte no es el final, sino el umbral hacia lo eterno; que el amor verdadero no se interrumpe con la ausencia y que la fe tiene el poder de transformar el dolor en esperanza.
Porque cuando recordamos a nuestros difuntos desde el amor, no los perdemos: los reencontramos en lo invisible.
Y comprendemos, entonces, que la muerte no separa, sino que une la tierra con el cielo, la memoria con la eternidad.
Más allá del último latido
La muerte física es una realidad ineludible: el cierre natural del ciclo biológico del ser humano. Es el instante en que el cuerpo se apaga, el corazón cesa su latido y la materia regresa al polvo de donde vino. Desde una mirada terrenal, parece el final de todo; sin embargo, para quien contempla la vida con los ojos de la fe, la muerte física no es una derrota, sino un tránsito, una transformación hacia una dimensión que trasciende lo visible.
El cuerpo muere, sí, pero el alma (esa chispa divina que habita en cada ser humano) continúa su camino. Desde la fe cristiana, la muerte no destruye al ser, solo cambia su forma de existencia. Como dice la Escritura:
“El cuerpo vuelve al polvo de la tierra, y el espíritu vuelve a Dios, que lo dio.” (Eclesiastés 12:7)
Por eso, aunque el cuerpo repose en la tumba, la esperanza de la resurrección mantiene viva la certeza de que la vida no termina con la muerte, sino que se transforma en eternidad. Quien vivió con amor, fe y bondad, no desaparece: su alma trasciende, y su recuerdo florece en quienes continúan el camino.
Sin embargo, existe otra forma de muerte más silenciosa y dolorosa: la muerte espiritual. No ocurre cuando el corazón deja de latir, sino cuando el alma se apaga por dentro. Es esa desconexión del ser humano con Dios, con el amor y con el sentido de la vida.
La muerte espiritual se manifiesta cuando dejamos de creer, de amar, de tener esperanza; cuando el egoísmo, la indiferencia o la falta de fe ocupan el lugar de la compasión y la luz. Es una existencia sin propósito, una vida vivida en automático, sin comunión con el Espíritu divino que nos da aliento.
La Biblia enseña que “el salario del pecado es la muerte” (Romanos 6:23), refiriéndose no a la muerte física, sino a esa separación interior que nos aleja de la presencia de Dios. Mientras la muerte física es inevitable y forma parte del orden natural, la muerte espiritual sí puede evitarse: basta con mantener encendida la llama del amor, cultivar la fe y obrar con bondad.
La verdadera vida, entonces, no depende de los latidos del corazón, sino de la luz del alma. Hay cuerpos vivos con almas dormidas, y también hay quienes, aunque su cuerpo haya partido, siguen vivos en la eternidad y en el amor que dejaron sembrado.
Por eso, más que temer a la muerte física, deberíamos temer a la muerte espiritual: a vivir sin amor, sin fe, sin propósito.
Porque quien vive en Dios, aun después de la muerte, nunca muere verdaderamente.
No tememos morir, tememos no haber vivido
El miedo a la muerte es, quizás, el sentimiento más universal del ser humano. Nadie escapa a esa sombra interior que nos recuerda que la vida es frágil, efímera, pasajera. Pero, ¿por qué nos causa tanto temor? ¿Por qué algo tan natural como morir (que forma parte del mismo ciclo que nos dio la vida) se convierte en el mayor de nuestros miedos?
Tememos morir, ante todo, por instinto. La vida defiende su existencia; nuestro cuerpo y mente están diseñados para sobrevivir. Pero más allá del instinto biológico, hay un miedo más profundo: la incertidumbre de lo desconocido. La muerte nos enfrenta a lo que no podemos controlar, a lo que no comprendemos plenamente, a ese misterio que ninguna ciencia ha logrado descifrar por completo.
También le tememos porque nos duele el desprendimiento. No queremos soltar lo que amamos: la familia, los amigos, los lugares, los bienes, los recuerdos, los proyectos que aún no terminamos. Nos aterra pensar en dejar de existir en el corazón de quienes amamos, o en ser olvidados con el paso del tiempo. La muerte nos confronta con la fragilidad de los lazos humanos, y con el silencio que queda cuando alguien se va.
En una sociedad que exalta la juventud, el éxito y la apariencia, hablar de la muerte resulta incómodo. Nos hemos acostumbrado a verla como un fracaso, como una pérdida sin sentido, cuando en realidad es la continuidad de un proceso natural y espiritual. Morir no es dejar de ser, sino trascender. Como decía el poeta Rabindranath Tagore:
“La muerte no es apagar la luz, sino apagar la lámpara porque ha llegado el amanecer.”
Desde la fe, la muerte se transforma en esperanza. La Biblia enseña que quien cree en Dios no debe temer, porque la vida no se interrumpe, sino que cambia de forma. Jesús dijo:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá.” (Juan 11:25)
El miedo a la muerte se atenúa cuando comprendemos que no somos solo materia, sino espíritu; que la existencia no termina en la tumba, sino que se abre hacia una eternidad que no entendemos, pero en la que confiamos.
Hace poco, en una reunión, pregunté a los asistentes: Levanten la mano los que no le tienen miedo a la muerte. De cien personas, solo nueve la levantaron.
Luego pregunté: Levanten la mano los que quieren ir al cielo. Casi todos levantaron la mano.
Entonces les dije: Para ir al cielo, primero hay que morir.
Y ahí quedó un silencio. Porque, aunque anhelamos el cielo, seguimos temiendo el camino que nos lleva a él. Quizás el problema no está en la muerte, sino en cómo hemos vivido. Tememos morir cuando sentimos que no hemos amado lo suficiente, que no hemos cumplido nuestro propósito, que aún no hemos hecho las paces con Dios, con los demás o con nosotros mismos.
Superar el miedo a la muerte no significa desearla, sino aprender a vivir de tal forma que, cuando llegue, nos encuentre en paz. La muerte no se vence con poder ni con dinero, sino con sentido, con amor, con fe. Quien ha aprendido a vivir con propósito, puede morir con serenidad.
En realidad, no le tememos tanto a la muerte…Le tememos a no haber vivido de verdad.
Amar en ausencia
El dolor por la pérdida de un ser querido es una de las experiencias más profundas del ser humano. Cuando alguien que amamos se va, una parte de nosotros parece irse también. Sentimos un vacío que nada ni nadie puede llenar. Y es que el dolor es el reflejo del amor: quien ama de verdad, sufre al despedirse. No hay fórmulas para evitar el sufrimiento, pero sí caminos que ayudan a transformarlo en paz, gratitud y esperanza.
Aceptar la realidad de la pérdida: negar lo ocurrido o aferrarse al “por qué” solo prolonga el sufrimiento. Aceptar no significa olvidar ni resignarse; significa reconocer que la vida sigue su curso y que el amor permanece más allá de la muerte. Aceptar es dar espacio al recuerdo sin que el dolor se convierta en prisión.
Recordar con gratitud: el recuerdo puede ser una fuente de tristeza o un acto de homenaje. Cuando recordamos con gratitud, transformamos el dolor en agradecimiento por lo vivido. Cada sonrisa compartida, cada palabra, cada gesto de amor se convierte en un tesoro que ilumina el presente. Agradecer lo que fue es honrar lo que ya no está.
Expresar el dolor: llorar, hablar, orar o buscar apoyo emocional y espiritual son pasos esenciales para sanar. El silencio prolongado y el encierro interior solo agravan la herida. Llorar no es debilidad; es liberar el alma. Como dice el Salmo 34:18: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.”
Mantener viva la fe: la fe es un refugio en medio de la tormenta. Nos recuerda que la muerte no es el final, sino un paso hacia la eternidad. Creer que nuestro ser querido descansa en paz y que un día volveremos a encontrarnos trae consuelo al alma. La fe convierte la ausencia en esperanza y el llanto en oración.
Vivir con propósito: honrar la memoria de quienes partieron implica seguir adelante. No se trata de “superar” su pérdida, sino de darle sentido al dolor transformándolo en amor activo: continuar con sus valores, extender la bondad que ellos sembraron, y ser mejores personas en su honor. Así su legado no muere, sino que sigue vivo en nuestras acciones.
La Biblia ofrece un consuelo profundo para el corazón que sufre. En el libro de Apocalipsis (21:4) se nos promete: “Y enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron.”
El duelo no se supera olvidando, sino amando de una manera distinta. Amar en ausencia es aprender a sentir con el alma, a mirar con el corazón, a confiar en que la separación es solo temporal.
Un día, cuando también nosotros crucemos el umbral de la eternidad, comprenderemos que la muerte no fue un adiós, sino un “hasta pronto”.
Mientras tanto, vivamos con amor, recordemos con gratitud y sigamos construyendo la vida con esperanza.
El alma vuelve a casa
La muerte, vista desde la fe, no es un final, sino un retorno. Cuando una persona muere, algo visible se detiene (el cuerpo deja de respirar, el corazón deja de latir), pero lo invisible continúa su camino. El cuerpo vuelve al polvo, cumpliendo el ciclo natural de la vida, pero el alma, esa chispa divina que Dios depositó en cada ser humano, regresa a su Creador.
Así lo expresa el libro de Eclesiastés (12:7): “Y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio.”
Desde una perspectiva espiritual, la muerte no aniquila al ser humano, sino que lo conduce a una nueva etapa de existencia, más allá del tiempo y del espacio. Es el momento del encuentro definitivo entre el alma y Dios, donde cada uno da cuenta de su vida, de sus actos y de su amor. No es un juicio en el sentido humano del castigo, sino una revelación del alma ante la verdad divina, donde la justicia y la misericordia de Dios se manifiestan plenamente.
Para quienes han vivido con fe, esperanza y amor, la muerte es un regreso al hogar, un tránsito hacia la plenitud. Ya no hay dolor, ni cansancio, ni lágrimas; hay descanso, paz y encuentro. Jesús lo expresó con ternura cuando dijo: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay… voy, pues, a preparar lugar para vosotros.” (Juan 14:2)
Desde esta mirada espiritual, morir no es desaparecer, sino ser llamado por Aquel que nos creó, para habitar eternamente en su presencia. Es como cuando el sol se oculta al atardecer: no deja de brillar, solo cambia de horizonte.
Por eso, el Día de los Difuntos no debería vivirse únicamente con tristeza, sino con esperanza y gratitud. Porque quienes han partido no se han perdido, simplemente han cruzado el umbral que todos algún día cruzaremos. La fe nos enseña que la separación es temporal y que el amor, cuando es verdadero, no conoce fronteras entre la tierra y el cielo.
Recordar a los difuntos desde la fe es mantener viva la comunión espiritual con ellos. No los vemos, pero los sentimos cerca. No los tocamos, pero su presencia habita en lo más profundo del alma. En la oración, en el recuerdo y en la esperanza del reencuentro, la muerte deja de ser oscuridad para convertirse en luz.
Porque al final, la muerte no tiene la última palabra. La última palabra siempre la tiene Dios, y su palabra es vida eterna.
Amar antes del adiós
Cuando la muerte toca nuestra puerta, comprendemos (a veces demasiado tarde) que lo verdaderamente valioso no eran las cosas, sino las personas. Que el tiempo compartido con quienes amamos es un tesoro que no se repite, y que cada abrazo, cada conversación y cada gesto de cariño son fragmentos de eternidad sembrados en el corazón.
La muerte nos enseña que no hay palabras suficientes para reemplazar un “te quiero” no dicho, ni gestos tardíos que compensen una ausencia. Por eso, la mayor sabiduría no está en temer a la muerte, sino en aprender a vivir con amor antes de que llegue.
Amar en vida es mirar a los ojos a nuestros seres queridos y decirles cuánto los valoramos. Es dejar de posponer el perdón, las llamadas, las visitas, los abrazos. Es comprender que la vida no espera, que los días se van y que lo único que queda para siempre son los recuerdos que construimos con amor.
Amar y valorar sin límites a los vivos tranquiliza nuestra conciencia cuando ellos mueren. Porque aunque el corazón sufra por su partida, queda el consuelo profundo de saber que hicimos lo mejor por ellos cuando estuvieron a nuestro lado. Que no guardamos silencios innecesarios ni afectos contenidos, sino que los honramos con presencia, ternura y gratitud en cada día compartido.
Porque al final, cuando la muerte arrebata una presencia, solo los preciosos recuerdos de la vida pueden atenuar la profunda tristeza de la partida.
Y esos recuerdos solo existen si supimos amar a tiempo, si nos atrevimos a demostrarlo, si vivimos con gratitud por cada momento compartido.
Honrar a nuestros difuntos no consiste únicamente en llevar flores o encender velas; consiste en valorar a los vivos mientras están a nuestro lado. Cada día es una oportunidad para expresar amor, para reconciliarnos, para sembrar alegría.
Amar en vida es, quizás, el acto más humano y más divino que podemos realizar. Porque cuando amamos, damos sentido a la existencia; y cuando vivimos amando, la muerte deja de ser un final y se convierte en el eco eterno de todo lo que fuimos capaces de entregar.
Conclusión
El Día de los Difuntos es mucho más que una tradición: es un encuentro entre la memoria y la esperanza, una oportunidad para reconciliarnos con el misterio de la muerte y, sobre todo, para redescubrir el valor sagrado de la vida.
Nos recuerda que somos viajeros temporales en cuerpo, pero eternos en espíritu. Que la muerte física forma parte del ciclo natural de la existencia, pero la muerte espiritual (esa que nace del desamor, la indiferencia o la falta de fe) sí puede evitarse si vivimos con el corazón encendido por el amor y la luz de Dios.
Temer a la muerte es humano; confiar en la vida eterna es divino. La fe nos enseña que la muerte no tiene la última palabra, porque el amor de Dios vence toda oscuridad y transforma el final en comienzo.
Recordar a quienes partieron no es mirar atrás con tristeza, sino mirar hacia el cielo con gratitud y esperanza. Ellos viven en la eternidad de Dios y en los recuerdos que sembraron en nosotros.
Que cada 2 de noviembre (al visitar una tumba, encender una vela o elevar una oración) recordemos que morir no es desaparecer, sino volver al origen, regresar al abrazo eterno del Creador.
Y que mientras caminamos por esta tierra, aprendamos a amar sin reservas, a perdonar sin demora y a valorar cada día como un regalo. Porque quien vive amando deja huellas que ni el tiempo ni la muerte pueden borrar.
Al final, la vida y la muerte no son contrarias: son dos orillas del mismo río que fluye hacia la eternidad. Y cuando llegue la hora de cruzarlo, el alma que amó encontrará, del otro lado, el hogar que nunca perdió.
Opinión
El vuelo del cóndor sobre las máscaras
Introducción
Cada 31 de octubre, el Ecuador honra uno de sus más grandes símbolos patrios: el Escudo Nacional, emblema de soberanía, historia y unidad. Sin embargo, esta fecha (que debería llenarnos de orgullo y reflexión) ha ido perdiendo protagonismo frente a una celebración ajena a nuestras raíces: Halloween, una costumbre extranjera que, impulsada por los medios y la globalización, ha conquistado el entusiasmo de niños, adolescentes y jóvenes ecuatorianos.
Esta coincidencia de fechas nos invita a mirar más allá de lo evidente. No se trata solo de comparar dos celebraciones, sino de preguntarnos: ¿por qué lo ajeno nos emociona más que lo propio? ¿En qué momento dejamos de sentir orgullo por nuestros símbolos y comenzamos a celebrar sin memoria?
Este ensayo propone una reflexión necesaria: redescubrir el valor de nuestras raíces y de lo que verdaderamente nos define como nación. Analizaremos cómo la sociedad ha ido reemplazando lo trascendental por lo superficial, qué papel han jugado las generaciones adultas en este cambio, y cómo podemos inspirar a la juventud a reencontrarse con su identidad.
Porque más allá de los disfraces y las modas globales, el Escudo Nacional sigue siendo el rostro de nuestra historia, el reflejo de lo que somos y la promesa de lo que aún podemos ser como ecuatorianos.
Entre raíces y disfraces
Cada 31 de octubre, los ecuatorianos conmemoramos el Día del Escudo Nacional, uno de los más altos símbolos patrios junto con la bandera y el himno nacional. Esta fecha recuerda el año 1900, cuando el Congreso de la República aprobó oficialmente el diseño actual, obra del ilustre artista e intelectual Pedro Pablo Traversari.
El Escudo Nacional del Ecuador no es solo una figura heráldica; es una síntesis visual de la historia, la geografía y los ideales del país. En él se representa el volcán Chimborazo, símbolo de la grandeza y fertilidad de la patria, y el río Guayas, que alude a la riqueza y al trabajo del pueblo. El cóndor andino, majestuoso y vigilante, extiende sus alas como emblema de soberanía y protección.
Cada elemento del escudo tiene un significado profundo que refuerza la identidad nacional y nos invita a valorar los ideales de unidad, independencia y libertad. Celebrar este día no solo implica rendir homenaje a un símbolo, sino también reflexionar sobre lo que significa ser ecuatoriano: reconocer nuestras raíces, respetar nuestra diversidad cultural y comprometernos con el desarrollo y bienestar del país.
En contraste, el 31 de octubre también ha cobrado relevancia en el calendario cultural moderno la celebración de Halloween, palabra que proviene de All Hallows’ Eve o Víspera de Todos los Santos. Su origen se remonta a las antiguas festividades celtas del Samhain, con las que se marcaba el fin de las cosechas y el inicio del invierno, un tiempo de transición que los pueblos consideraban místico.
Con la expansión del cristianismo y posteriormente con la influencia cultural de los Estados Unidos, Halloween se transformó en una festividad popular, caracterizada por disfraces, dulces, calabazas y representaciones de lo sobrenatural. Gracias a los medios de comunicación, el cine y las redes sociales, la celebración se ha globalizado, llegando también al Ecuador, especialmente entre niños, jóvenes y en los espacios educativos y urbanos.
Sin embargo, esta coincidencia de fechas nos invita a reflexionar sobre nuestra identidad y las influencias externas. Mientras Halloween representa una expresión pagana y cultural del mundo globalizado, el Día del Escudo Nacional nos recuerda la importancia de preservar nuestras raíces, valorar nuestros símbolos y fortalecer el sentido de identidad nacional.
Ambas fechas, aunque muy distintas en origen y significado, pueden convivir en un mismo espacio cultural si se las entiende desde el respeto y la conciencia. Halloween puede ser una oportunidad para la creatividad y la diversión, pero el Día del Escudo debe ocupar el lugar central como símbolo de la memoria histórica y la unidad del Ecuador.
La memoria que nos da identidad
Vivimos en una época marcada por la inmediatez, el consumismo y el espectáculo, donde lo visual y lo inmediato tienden a imponerse sobre lo reflexivo, lo espiritual y lo esencial. En este contexto, las fechas trascendentales (aquellas que evocan la memoria histórica, la identidad nacional o los valores cívicos) suelen pasar inadvertidas frente a celebraciones de carácter comercial, mediático o extranjero que prometen diversión y entretenimiento instantáneo.
El olvido de las fechas patrias y de los momentos clave de nuestra historia no ocurre por casualidad, sino que responde a varios factores interconectados:
- La globalización cultural, que ha difundido patrones de consumo y celebraciones ajenas a nuestras raíces. A través del cine, la televisión y las redes sociales, festividades como Halloween o San Valentín se han convertido en fenómenos globales, muchas veces desplazando tradiciones locales. La cultura del “like” y del “trend” prioriza aquello que es viral sobre lo que es valioso.
- La falta de una educación cívica activa y significativa. En muchos casos, la enseñanza de la historia y los símbolos patrios se limita a la memorización de fechas y nombres, sin generar una conexión emocional o ética con su sentido profundo. Si las nuevas generaciones no comprenden por qué es importante una efeméride, difícilmente la valorarán o la defenderán. La educación debería despertar orgullo, sentido de pertenencia y conciencia crítica, no solo transmitir información.
- El poder de la publicidad, los medios y las redes sociales. Las industrias culturales y comerciales invierten grandes recursos en promover celebraciones que generan consumo masivo: disfraces, regalos, decoraciones, productos temáticos. En cambio, las fechas históricas o cívicas no representan una oportunidad económica tan rentable, por lo que reciben poca difusión o se limitan a actos protocolares sin atractivo mediático. Así, lo comercial desplaza a lo cultural.
- El debilitamiento de los valores comunitarios y del sentido de identidad nacional. La modernidad ha impulsado estilos de vida individualistas y competitivos, donde lo colectivo y lo simbólico pierden relevancia. Las fechas patrias, que antes unían a las comunidades en torno a la memoria y la esperanza común, hoy son percibidas por muchos como simples días de descanso.
De esta manera, lo superficial termina reemplazando a lo esencial, y el conocimiento histórico se sustituye por modas pasajeras. Cuando una sociedad deja de recordar sus orígenes, pierde también parte de su rumbo y su capacidad de construir un futuro con sentido.
Adultos sin ejemplo, jóvenes si raíces
Cuando observamos que las nuevas generaciones se interesan más por celebraciones superficiales que por las fechas cívicas o históricas, es fácil culpar a los jóvenes por su falta de compromiso o patriotismo. Sin embargo, la verdadera responsabilidad recae, en gran medida, en las generaciones adultas, que hemos fallado en transmitir con pasión, coherencia y ejemplo el amor por la patria y la valoración de nuestras raíces.
Durante mucho tiempo, los adultos (padres, maestros, líderes y comunicadores) hemos permitido que la tecnología, el consumismo y la cultura de masas ocupen el espacio que antes pertenecía a la conversación familiar, a los valores compartidos y a las conmemoraciones cívicas que fortalecían la identidad colectiva. Las comidas familiares, los actos escolares y las fechas patrias eran oportunidades para enseñar respeto, historia y sentido de pertenencia; hoy, con frecuencia, son reemplazadas por pantallas, modas globales y contenidos vacíos.
Además, hemos descuidado la educación emocional y simbólica de los jóvenes. Enseñamos los hechos históricos como datos, pero no les transmitimos la emoción que los acompaña: el orgullo por la independencia, el sacrificio de los héroes, el valor del esfuerzo colectivo. Sin contexto ni sentimiento, las fechas patrias se perciben como simples feriados o actos obligatorios, sin conexión con la vida cotidiana de los estudiantes.
También hemos caído en una falta de coherencia generacional. No se puede pedir a los jóvenes que valoren los símbolos nacionales si los adultos los tratamos con indiferencia, si no asistimos a los actos cívicos, si no conocemos nuestra propia historia, o si celebramos con más entusiasmo fiestas extranjeras que las nuestras. Los jóvenes no aprenden tanto de los discursos como del ejemplo; y cuando el ejemplo se ausenta, el mensaje pierde fuerza.
Otro aspecto importante es que, en muchos hogares y escuelas, la educación en valores se ha vuelto secundaria frente al rendimiento académico o al éxito material. Hemos enseñado a competir, pero no siempre a pertenecer; a admirar lo de fuera, pero no a cuidar lo propio. Así, sin una identidad sólida, es natural que las influencias externas (más atractivas, visuales y comerciales) ocupen el lugar que debería tener la cultura nacional.
En definitiva, las generaciones adultas hemos fallado en hacer del patriotismo una experiencia viva, significativa y emocionalmente atractiva. No basta con recordar las fechas patrias; debemos renovarlas, reinterpretarlas desde el presente y vincularlas con los sueños y desafíos de la juventud. Solo así lograremos que los jóvenes comprendan que la historia no es un pasado muerto, sino la raíz de su futuro.
El cambio comienza cuando los adultos volvemos a dar valor a lo nuestro, cuando encendemos el orgullo por nuestra identidad con la fuerza del ejemplo y la palabra. Porque solo quien ama su historia puede construir, con esperanza y dignidad, su propio porvenir.
Identidad antes que moda
Sin desmerecer la libertad cultural y la diversidad de expresiones que caracterizan al mundo actual, la respuesta es clara y contundente: el Día del Escudo Nacional tiene un significado mucho más profundo y trascendente que Halloween para los ecuatorianos.
El 31 de octubre, fecha en que coincidencialmente se celebran ambas conmemoraciones, debería ser, ante todo, un día para recordar y honrar uno de los símbolos más sagrados del Ecuador. El Escudo Nacional, no es un adorno gráfico, sino un emblema que resume nuestra historia, nuestra geografía y nuestros valores más altos: la independencia, la justicia, la libertad y la soberanía. Cada elemento del escudo (el cóndor, el Chimborazo, el río Guayas, el sol, los signos del zodiaco) hablan de un país que ha luchado por ser libre y digno. Celebrar este día es reafirmar lo que somos, reconocer de dónde venimos y proyectar con orgullo lo que queremos ser como nación.
Por otro lado, Halloween es una festividad comercial, recreativa y popular. En Ecuador, su práctica ha sido adoptada principalmente por influencia de los medios de comunicación, las películas y las redes sociales. Esta celebración carece de raíces profundas en la identidad ecuatoriana. No pertenece a nuestra historia ni refleja nuestros valores colectivos.
El problema surge cuando lo foráneo eclipsa lo propio. Cuando el ruido del consumo y la moda global hacen que una fiesta ajena reciba más atención, promoción y entusiasmo que una fecha cívica nacional. Este fenómeno, conocido como alienación cultural, ocurre cuando una sociedad adopta costumbres externas sin reflexión, olvidando el valor simbólico de las propias. En este sentido, el auge de Halloween en Ecuador revela un proceso silencioso pero profundo: la influencia de la publicidad, la globalización mediática y las tendencias digitales ha desplazado las prioridades culturales hacia lo inmediato, lo vistoso y lo comercial.
Sin embargo, defender la importancia del Día del Escudo Nacional no significa rechazar lo extranjero, sino dar prioridad a lo que nos define como ecuatorianos. La apertura cultural es valiosa, pero debe ir acompañada de identidad y conciencia.
Recuperar el sentido de nuestras fechas patrias no es un acto de nacionalismo cerrado, sino un gesto de dignidad cultural y memoria colectiva. Una sociedad que honra sus símbolos fortalece su autoestima, su unidad y su sentido de propósito. Por eso, el 31 de octubre debería recordarnos que no hay futuro sin identidad, y que ningún disfraz o moda pasajera puede reemplazar el orgullo de portar con respeto y amor los símbolos que nos dan nombre, historia y destino.
Sembrar identidad
Recuperar el valor de nuestras fechas trascendentales no es una tarea inmediata ni exclusiva de las instituciones educativas; es un compromiso colectivo, donde familia, escuela, comunidad y Estado deben actuar de manera coherente y constante. Si queremos que la juventud vuelva a valorar el significado de los símbolos patrios y de los momentos clave de nuestra historia, debemos ofrecerles experiencias vivas, emotivas y participativas, no simples discursos o ceremonias repetitivas.
Para lograrlo, se requieren cinco pilares fundamentales:
- Educación con sentido y emoción: No basta con enseñar la historia de los símbolos patrios en los libros; hay que incorporarla en la vida cotidiana, mostrar su conexión con la realidad actual y con los valores que dan sentido a la nación: la libertad, la justicia, la solidaridad y la unidad. Cuando un estudiante comprende que el Escudo Nacional representa no solo un dibujo, sino una historia de lucha y dignidad, empieza a verlo con otros ojos. La educación debe despertar orgullo y pertenencia, no solo cumplir con un contenido curricular.
- El poder del ejemplo: Los jóvenes aprenden más de lo que ven que de lo que escuchan. Por eso, los padres, maestros y autoridades tienen la responsabilidad de mostrar con coherencia su amor por el país: izar la bandera con respeto, cantar el himno con sentimiento, participar en los actos cívicos con entusiasmo. Un gesto sincero vale más que mil palabras. Si los adultos se muestran indiferentes, es natural que los jóvenes también lo sean.
- Creatividad para conectar con las nuevas generaciones: La juventud de hoy necesita motivaciones diferentes: aprenden a través de la experiencia, la imagen, la emoción y la participación. Por eso, es fundamental renovar la forma en que se celebran las fechas patrias. Actividades como concursos artísticos, murales, dramatizaciones históricas, ferias culturales, videos cortos, música o proyectos escolares pueden hacer que la conmemoración del Escudo Nacional, por ejemplo, sea una fiesta de identidad y creatividad, no un acto impuesto. Las redes sociales también pueden convertirse en aliadas si se las usa para difundir contenido positivo y educativo sobre la historia nacional.
- Equilibrio cultural: Enseñar a los jóvenes a valorar lo nuestro no implica prohibir lo ajeno. Es posible disfrutar de festividades globales, como Halloween o San Valentín, sin perder el respeto por nuestras propias conmemoraciones. La clave está en el equilibrio y la conciencia cultural: saber que el intercambio es enriquecedor solo cuando no borra la memoria propia.
- Motivar la investigación y el pensamiento crítico: Fomentar la curiosidad por el pasado nacional ayuda a construir identidad. Permitir que los estudiantes investiguen, analicen y presenten sus propias conclusiones sobre los símbolos patrios hace que se sientan protagonistas de la historia, no simples receptores de información. Un joven que descubre el significado del cóndor, del Chimborazo o del río Guayas en el escudo, no solo memoriza datos: se identifica con su país.
El amor a la patria no se enseña con obligación, sino con orgullo. Cada palabra, cada acción y cada iniciativa que despierte en los jóvenes respeto por su historia es una semilla de identidad. Solo cuando logremos que las nuevas generaciones sientan emoción al recordar una fecha nacional, habremos asegurado la continuidad de nuestra memoria y el fortalecimiento de nuestro espíritu ecuatoriano. En definitiva, influir en la juventud no es imponer, sino inspirar.
Conclusión
El Día del Escudo Nacional es un recordatorio vivo de lo que somos como pueblo: la unión entre historia, esfuerzo y esperanza. En un mundo donde las modas cambian con rapidez y las tradiciones se diluyen entre tendencias globales, recordar nuestras raíces se vuelve un acto de resistencia y amor propio.
No se trata de prohibir Halloween ni de negar la diversidad cultural, sino de aprender a poner lo trascendental por encima de lo superficial. Podemos abrirnos al mundo sin perder el alma; celebrar lo ajeno sin olvidar lo nuestro. El verdadero equilibrio cultural no está en elegir entre disfraces o símbolos, sino en reconocer qué nos da identidad y qué solo nos entretiene por un momento.
Si dejamos que las modas pasajeras borren nuestros símbolos, también estaremos borrando parte de nuestra historia, de nuestra voz y de la memoria que nos da sentido como nación. Por eso, el llamado es urgente y profundo: recordemos, enseñemos y vivamos nuestras raíces con orgullo. Porque amar al Ecuador no es mirar al pasado con nostalgia, sino mirar al futuro con identidad.
Solo los pueblos que honran su historia pueden construir su destino con dignidad. Y mientras el Escudo siga ondeando en el corazón de cada ecuatoriano, nuestra patria seguirá teniendo rumbo, fuerza y alma.
Opinión
Las implicaciones del fin del paro en el Ecuador
Por: Lenin Santiago Jara Viñan. Mgtr.
El Estado, de acuerdo a las leyes vigentes, está facultado para actuar y resolver situaciones que generen caos y desorden en el país. De igual forma tiene que investigar la participación de los ciudadanos que aprovechándose de las manifestaciones causaron temor en la ciudadanía, intimidaron y cometieron delitos e iniciarles una investigación para de hallarlos culpables sancionarlos legalmente, los delitos que se cometieron en las manifestaciones y se hicieron virales a través de las redes sociales son por citarlos de ejemplo; privación de la libertad; daño al bien público y privado entre otros como el impedir el paso de medicamentos y dotaciones para los centros de salud; prohibir el paso de productos de primera necesidad; el obligar a propietarios de los locales comerciales que cierren y forzarlos a que participen de las manifestaciones, ocasionar daños a los vehículos del Estado que están destinados para el servicio a la ciudadanía como son los patrulleros de la Policía Nacional, unidades que se adquieren con el dinero del pago de los impuestos de todos los ecuatorianos. No se tiene un cálculo exacto, pero se estima un total de 6 a 7 millones de dólares diarios de pérdidas para el Ecuador.
Estamos de acuerdo en que, por parte de la fuerza pública y de los manifestantes, la situación se salió de control y es deber del Estado investigar el accionar del ejército y de la Policía Nacional en las manifestaciones y evitar sanciones internacionales. No olvidemos las dos muertes que presuntamente fueron ocasionadas por el ejército ecuatoriano, que se encuentran en investigación por parte de la fiscalía, y es preciso determinar con los responsables de estas muertes.
Se debe investigar quiénes lideraron estas manifestaciones violentas y cómo se financiaron, ya que fueron un aproximado de 31 días de protestas. Los movimientos indígenas actualmente están desarrollando un papel diferente al político; únicamente velan por sus intereses personales utilizando a su gente como escudo.
El presidente de la CONAIE, Marlon Vargas, anunció a través de las redes sociales el cese del paro bajo cuatro pedidos, como son: Desmilitarizar los territorios; liberación de detenidos; atención a las víctimas y no criminalización de dirigentes. En mi opinión personal, las peticiones de la CONAIE son inaceptables cada una de ellas, ya que no está en manos del presidente de la república resolver las peticiones; tiene que intervenir directamente la justicia.
El Estado, de igual forma, está en la obligación de ayudar a las personas que sufrieron pérdidas económicas en los diferentes sectores de producción a nivel nacional a causa de las manifestaciones.
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