Opinión
Nuestra vicepresidenta

Inexplicablemente, es poco o nada lo que se ha dicho sobre la relación del presidente Noboa y su binomio de campaña. Más allá de la designación en Israel, que fue noticia más en el sentido de la mofa que de otra cosa, el rol de la segunda mandataria ha quedado en el baúl de los olvidos de los medios de comunicación, la opinión pública y, en general, de quienes se interesan por la vida pública del país.
Ni siquiera el incidente judicial en el que su hijo se encuentra envuelto ha sido motivo de cobertura y menos, mucho menos, de discusión. Por ello, creo que es necesario decir que, en ese caso, hay una clara y agresiva campaña de descrédito y persecución política en contra de la señora Verónica Abad.
No se trata de afinidades o desencuentros ideológicos con ella, sino simplemente de señalar que lo que ocurre en ese proceso judicial da cuenta que en el país la política sigue orientando las decisiones judiciales.
Si hay presunción del cometimiento de un delito por parte del hijo de la vicepresidenta, bien hace la fiscalía en iniciar las acciones pertinentes. Si hay responsabilidades penales que debe asumir el señor Barreiro, la justicia no le debe ser esquiva.
Pero de lo dicho, a imponer una orden de prisión preventiva en un delito relativamente menor, comparado con los escándalos de dimensiones que se investigan hoy por hoy, hay una desproporción que da mucho hilo para el debate jurídico y más para el relacionado con el accionar político del país. Todo lo dicho toma aún más cuerpo si se considera que la medida cautelar citada la cumple el hijo de la vicepresidenta en una de las cárceles más temidas del país.
Así, mientras delincuentes contumaces disfrutan su paso a la sombra en el hotel cinco estrellas que constituye la cárcel No 4 de Quito, el traslado de Barreiro a la “Roca” no guarda ninguna proporción con la gravedad de los hechos que se le imputan.
Razones jurídicas que justifiquen el curso que ha asumido la justicia en este caso, no existen. Por tanto, hay que buscar las motivaciones en el campo de lo político y allí es cuando las declaraciones de la vicepresidenta se tornan al menos lógicas, por no decir creíbles.
Se trata de una estrategia del gobierno para presionarla a fin de que dimita o se allane el camino para su destitución a través de la Asamblea Nacional. Eso ha dicho la Señora Abad y no hay argumentos fuertes que puedan contradecir lo anotado. Si lo sucedido con el hijo de la vicepresidenta fuera un acontecimiento aislado, incluso se podría pensar que lo afirmado por la vicepresidenta responde a una reacción natural de una madre en auxilio de su hijo. No obstante, hay más elementos de juicio que apuntan hacia la idea de la persecución y el afán de poner punto final al vínculo de Abad con el gobierno nacional.
El hecho mismo de trasladar fuera del país a la segunda mandataria da cuenta de lo dicho. Se pueden intentar varios justificativos en torno a esa decisión, pero ninguno es lo suficientemente convincente para evitar que el común de los ciudadanos piense que esa fue una forma de deslindarse de la vicepresidenta.
Tan trivial es la misión asignada como burdas son las medidas asumidas en contra del señor Barreiro. Los grandes juristas poco han dicho al respecto. Las defensoras de los derechos de las mujeres, menos. Un poco de ecuanimidad, solo un poco de ecuanimidad es lo que se pide.
Abiertamente se puede estar en contra de la posición ideológica de la vicepresidenta e incluso de la forma de relacionarse con el Jefe de Estado, pero de ahí a omitir referencias explícitas a este claro abuso del poder judicial, resulta lamentable.
Al ritmo que van las cosas, la suerte de la vicepresidenta parece echada. Se ha ratificado la prisión preventiva en contra de su hijo y su permanencia en una cárcel de máxima seguridad. El gobierno, satisfecho con la decisión, toma nota de las siguientes acciones a seguir para desembarazarse de Abad.
La oposición, silencio absoluto. Les conviene. Por ahí pescan una vicepresidencia en medio del tumulto. La sociedad en general, calladita. Resulta triste que la defensa de los derechos de las personas sea selectiva en el país. Muy triste. Fuente: Primicias
Opinión
La democracia que olvidamos vivir

Por: Ab. Franco Tamay
A veces me pregunto si en verdad vivimos en una democracia o si simplemente habitamos dentro de una ilusión bien diseñada. Nos enseñaron que la democracia es “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, pero esa frase, tan repetida como vacía, parece haberse convertido en un eslogan más que en una práctica real.
Para mí, la democracia no se resume en depositar un voto cada cierto tiempo ni en escuchar discursos cargados de promesas. Democracia es, ante todo, una forma de vida colectiva basada en el respeto, en la libertad de pensamiento, en la participación ciudadana genuina y, sobre todo, en la posibilidad de disentir sin miedo.
Vivimos tiempos en los que disentir se castiga, donde el pensamiento crítico es etiquetado como oposición o traición. Y entonces me pregunto: ¿de qué sirve hablar de democracia si no hay espacio para el debate honesto ni para la diversidad de ideas? Una sociedad verdaderamente democrática se construye en el diálogo, no en el dogma; en la escucha activa, no en el aplauso ciego.
La democracia, en su sentido más profundo, implica corresponsabilidad. No se trata solo de exigir derechos, sino también de asumir deberes. De nada sirve reclamar transparencia si, como ciudadanos, seguimos siendo indiferentes ante la corrupción o la injusticia.
He llegado a pensar que la democracia no es un destino, sino un camino que debe recorrerse todos los días. Se fortalece con instituciones sólidas, pero sobre todo con ciudadanos conscientes, informados y valientes.
Porque al final, la democracia no vive en los discursos ni en las urnas: vive en la calle, en el aula, en la familia, en la conciencia de cada persona que se atreve a pensar y actuar con libertad.
Y tal vez ahí está la respuesta: la democracia no es un sistema político, es una actitud ética frente a la vida.
Noticias Zamora
Raíces y caminos del Ecuador Plurinacional

Por Mario Paz. Mgstr
Introducción
Ecuador es un país de gran diversidad cultural, donde conviven múltiples pueblos, nacionalidades y tradiciones. Durante siglos, esta pluralidad fue invisibilizada por Estados monoculturales y políticas que privilegiaron la visión mestiza y occidental, relegando a los pueblos indígenas, afroecuatorianos y montubios a la pobreza y la discriminación.
La Constitución de 2008 representó un avance histórico al declarar al país como Estado intercultural y plurinacional, reconociendo lenguas, culturas y formas de organización propias. Sin embargo, la desigualdad histórica persiste, afectando especialmente a comunidades indígenas y afrodescendientes, mientras el racismo continúa presente en distintos ámbitos sociales.
A pesar de ello, los pueblos mantienen sus economías comunitarias y propuestas de desarrollo alternativas como el Buen Vivir (Sumak Kawsay), que promueve la armonía con la naturaleza y la vida colectiva. Este artículo analiza la interculturalidad en Ecuador desde cinco ejes: composición étnica, educación y pobreza, economías indígenas, desafíos estatales y el valor de la unidad en la diversidad, invitando a reflexionar sobre la necesidad de construir una sociedad justa, inclusiva y respetuosa de la diversidad.
La composición étnica y demográfica del país
Cada 12 de octubre, Ecuador conmemora el Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad. La fecha invita a reflexionar sobre la riqueza cultural del país y la importancia de la convivencia entre los distintos pueblos y nacionalidades.
Según el Censo de Población y Vivienda 2022, la mayoría de la población se auto identifica como mestiza (77,5 %). Le siguen los montubios (7,7 %), los indígenas (7,7 %), los afro ecuatorianos (4,8 %) y los blancos (2,2 %), con un porcentaje residual de otras etnias. El número total de habitantes en Ecuador ya supera los 18 millones.
Ecuador reconoce oficialmente 18 pueblos y 14 nacionalidades indígenas, cada uno con su propia lengua y cultura, según lo establece la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y el Estado ecuatoriano. Estas nacionalidades están distribuidas principalmente en la Sierra y la Amazonía, y representan un patrimonio cultural y lingüístico diverso.
La lista de las 14 nacionalidades indígenas es la siguiente: Awa, Achuar, Andoa, Chachi, Cofán, Épera, Kichwa, Sápara, Secoya, Shiwiar, Shuar, Siona, Tsachila y Waorani. Cada una tiene su propia lengua y cultura, y están distribuidas en las distintas regiones del país, principalmente en la Amazonía y la Sierra.
Awa: Se encuentran en las provincias de Carchi, Esmeraldas e Imbabura. Achuar: Habitan en las provincias de Pastaza y Morona Santiago. Andoa: Se concentran en la provincia de Pastaza. Chachi: Residen en la provincia de Esmeraldas. Cofán: Viven principalmente en la provincia de Sucumbíos. Épera: Su territorio está en la provincia de Esmeraldas. Kichwa: Esta nacionalidad tiene una presencia extendida tanto en la Sierra (Imbabura, Pichincha, Cotopaxi, etc.) como en la Amazonía (Sucumbíos, Napo, Pastaza). Sápara: Se encuentran en la provincia de Pastaza. Secoya: Habitan en la provincia de Sucumbíos. Shiwiar: Tienen asentamientos en la provincia de Pastaza. Shuar: Son una nacionalidad con presencia en varias provincias de la Amazonía y la Costa, incluyendo Morona Santiago, Pastaza, Napo y Esmeraldas, entre otras. Siona: Viven en la provincia de Sucumbíos. Tsachila: Se localizan en la provincia de Santo Domingo de los Tsáchilas. Waorani: Habitan en las provincias de Orellana, Pastaza y Napo.
Dentro del pueblo indígena, la nacionalidad Kichwa representa la mayoría relativa (85,87 % de quienes se auto identifican como indígenas) con alrededor de 800 mil personas.
A nivel de pueblos, Ecuador identifica 18 grupos específicos, algunos de los cuales son subgrupos de las nacionalidades más amplias. Entre ellos se encuentran:
Kichwa Caranqui (Imbabura), Kichwa Natabuela (Imbabura), Kichwa Otavalo (Imbabura), Kichwa Kayambi (Pichincha), Kichwa Panzaleo (Cotopaxi), Chachi (Esmeraldas), Tsáchila (Santo Domingo de los Tsáchilas), Kichwa Amazónicos (Napo, Pastaza, Orellana y Sucumbíos), Shuar (Morona Santiago y Zamora), Achuar (Pastaza y Morona Santiago), Shiwiar (Pastaza), Zápara (Pastaza), Andoa (Pastaza), Waorani (Orellana, Pastaza y Napo), Siona (Sucumbíos), Secoya (Sucumbíos), Cofán (Sucumbíos), Tagaeri–Taromenane, pueblos en aislamiento voluntario (Yasuní).
Esta diversidad étnica y territorial no solo refleja la riqueza cultural de Ecuador, sino que también subraya la importancia de reconocer los derechos colectivos y la autonomía de los distintos pueblos y nacionalidades dentro del marco de un Estado plurinacional e intercultural.
La relación entre etnicidad, educación y pobreza
En Ecuador, la pobreza tiene un marcado rostro étnico. Según el INEC (2021), los pueblos indígenas son los más afectados: 78,6 % vive en pobreza multidimensional, 54,26 % en pobreza por ingresos y 31,87 % en pobreza extrema. Les siguen los pueblos montubios y afroecuatorianos, quienes también enfrentan desigualdades históricas derivadas de discriminación y exclusión social. Esta situación se refleja especialmente en la niñez, donde siete de cada diez niños indígenas viven en condiciones de pobreza, limitando su acceso a educación, salud y vivienda digna.
Estas desigualdades no son circunstanciales, sino resultado de procesos históricos como la colonización interna, la concentración de la tierra y políticas estatales monoculturales. A pesar de que la Constitución de 2008 reconoce a Ecuador como Estado plurinacional e intercultural, persisten jerarquías raciales que mantienen a estos pueblos en condiciones de marginalidad.
La educación, en lugar de superar la pobreza, muchas veces reproduce estas desigualdades. Las comunidades rurales e indígenas enfrentan múltiples barreras: infraestructura precaria, largos desplazamientos a las escuelas, discriminación cultural y lingüística, deserción temprana y limitadas oportunidades en educación superior. La Educación Intercultural Bilingüe (EIB), reconocida constitucionalmente, ha tenido implementación limitada por falta de presupuesto, docentes capacitados y políticas estables.
En síntesis, la relación entre etnicidad, educación y pobreza en Ecuador es estructural. Superarla requiere un modelo educativo que reconozca la diversidad cultural y lingüística, garantice condiciones materiales de aprendizaje y promueva la justicia social y la igualdad de oportunidades.
Economías de los pueblos y nacionalidades indígenas
Las economías indígenas en Ecuador se basan en principios comunitarios, de reciprocidad y respeto a la naturaleza, priorizando el bien vivir (sumak kawsay) por encima de la acumulación de capital. Sus actividades incluyen:
- Agricultura comunitaria y cultivos tradicionales: Cultivos andinos como maíz, papa y quinua, y amazónicos como yuca y plátano, organizados mediante prácticas colectivas como minka y ayni.
- Agroforestería y chacras biodiversas: Sistemas mixtos que combinan cultivos alimentarios, árboles frutales y plantas medicinales, preservando biodiversidad y soberanía alimentaria.
- Recolección, pesca y cacería sostenible: Aprovechamiento responsable de frutos amazónicos, pesca artesanal y caza regulada.
- Artesanías y producción cultural: Tejidos, cerámica y orfebrería que combinan economía y cosmovisión, reforzando identidad y resistencia cultural.
- Turismo comunitario y emprendimientos agrocomunitarios: Proyectos locales que integran conservación, cultura y comercio justo, incluyendo cacao, café, quinua y aceites amazónicos.
A pesar de su potencial, estas economías enfrentan limitaciones estructurales: falta de acceso a crédito y mercados justos, infraestructura insuficiente, intermediación abusiva y presiones extractivistas. Según Acosta (2012), sin políticas públicas que fortalezcan estas iniciativas, Ecuador continuará reproduciendo un modelo extractivista que contradice la plurinacionalidad y la justicia social.
Los desafíos estatales para cerrar las brechas de desigualdad
Para combatir las brechas socioeconómicas y cumplir con el ideal de un Estado plurinacional e intercultural, el Estado ecuatoriano podría implementar las siguientes políticas:
- Políticas diferenciadas con enfoque intercultural: Diseñar programas públicos que reconozcan las particularidades de cada pueblo (idioma, costumbres, economía local).
- Educación intercultural bilingüe fortalecida: Garantizar acceso a educación de calidad en las lenguas propias, docentes formados interculturalmente y materiales didácticos pertinentes.
- Inversión en infraestructura básica: Salud, agua potable, transporte rural, electricidad en comunidades indígenas y afro.
- Acceso al crédito, capacitación y asistencia técnica: Proyectos productivos con soporte técnico, acceso a microcréditos con condiciones favorables y comercialización justa.
- Reconocimiento territorial y derechos colectivos: Entregar garantías legales efectivas para tierras ancestrales, recursos naturales, consulta previa, consentimientos informados.
- Programas sociales focalizados y con participación comunitaria: Transferencias condicionadas, subsidios, bonos, pero para la producción (no para el consumo) de los pueblos beneficiarios.
- Promoción del emprendimiento cultural y comercialización con identidad étnica: Incentivar cadenas de valor de productos indígenas, turismo cultural, productos locales con marca étnica.
- Fomento del liderazgo indígena en espacios de decisión: Garantizar la representación política y decisión propia en políticas que los afectan.
- Monitoreo con desagregación étnica: Generar estadísticas desglosadas para medir avances por pueblo y nacionalidad.
- Campañas de sensibilización y educación intercultural: Combatir estereotipos, racismo y fomentar el respeto mutuo desde temprana edad.
El valor de la unidad en la diversidad para construir un país justo e incluyente
Ecuador es un territorio profundamente diverso, no solo en su geografía y biodiversidad, sino sobre todo en su riqueza cultural y étnica. En su interior conviven pueblos y nacionalidades con historias, lenguas, tradiciones, cosmovisiones y expresiones propias. Esta pluralidad no es una debilidad, como en ciertos momentos de la historia se intentó hacer ver, sino una fortaleza que enriquece la identidad nacional y proyecta al país hacia un modelo más humano e inclusivo.
El reconocimiento constitucional de Ecuador como un Estado intercultural y plurinacional no fue un simple cambio de terminología, sino un compromiso ético, político y social con la construcción de una nación donde la diversidad sea visibilizada, respetada y celebrada. Sin embargo, este ideal aún enfrenta desafíos: el racismo estructural, la exclusión histórica de pueblos indígenas y afroecuatorianos, y las desigualdades sociales siguen limitando el ejercicio pleno de derechos.
Hoy más que nunca, el país necesita liderazgos inclusivos que fortalezcan la cohesión social sin anular las diferencias. La verdadera unidad no significa uniformidad, sino la capacidad de convivir en armonía reconociendo la dignidad de todas las identidades. En una sociedad diversa, el respeto a la forma de pensar, sentir y vivir del otro es fundamental para una convivencia pacífica. Lo que uno interpreta como “seis”, puede parecer “nueve” para otra persona; por eso el diálogo y la empatía son esenciales para construir acuerdos comunes.
La discriminación étnica o racial carece de sustento moral y humano. La historia, la filosofía y hasta la fe nos recuerdan el valor de la diversidad. Como ejemplo simbólico, uno de los tres Reyes Magos en la tradición cristiana era de raza negra, lo que reafirma que todas las culturas tienen el mismo valor ante Dios y ante la humanidad.
La interculturalidad no es una amenaza, sino un puente que fortalece la justicia social, la igualdad y la democracia. Las personas valen por lo que construyen con su mente y su corazón, no por el color de su piel, su apellido o el dinero que tienen en el bolsillo. Ecuador debe avanzar hacia un modelo social donde ser diferente no sea motivo de exclusión, sino una oportunidad para aprender, crecer y convivir.
En definitiva, la unidad en la diversidad no es solo un ideal constitucional: es una necesidad urgente para consolidar un Ecuador más justo, equitativo y solidario. Reconocer nuestra diversidad no nos divide; nos humaniza y nos fortalece como nación.
Conclusión
La interculturalidad y la plurinacionalidad en Ecuador representan una apuesta histórica por un país más justo, democrático y humano. La diversidad étnica no es solo un dato demográfico, sino un patrimonio cultural que se expresa en lenguas, saberes ancestrales y formas de organización comunitaria, pese a siglos de colonización y exclusión.
La desigualdad en Ecuador tiene un rostro étnico: muchos pueblos indígenas y afroecuatorianos viven en pobreza, con acceso limitado a educación, salud y oportunidades productivas, resultado de estructuras sociales y políticas históricas. Las economías indígenas basadas en la reciprocidad y el respeto a la naturaleza muestran que es posible un desarrollo sostenible y solidario, centrado en la vida y no en la acumulación de capital.
Cerrar estas brechas requiere un Estado que actúe con justicia histórica, garantice derechos territoriales, fortalezca la educación intercultural bilingüe, erradique el racismo institucional y promueva la participación efectiva de todos los pueblos. La unidad en la diversidad no significa uniformidad, sino convivir respetando las diferencias y construyendo un proyecto común basado en inclusión, equidad y justicia. La interculturalidad es un camino en construcción, que exige pasar del discurso a la acción para que la diversidad inspire y enriquezca a toda la nación.
Noticias Zamora
Protestar también es un derecho

Hablemos sin rodeos; cuando la gente sale a las calles en Ecuador, no siempre está desafiando al Estado, muchas veces está ejerciendo derechos que la misma Constitución reconoce. Sí, derechos. Porque manifestarse, expresarse, reunirse o resistir no son delitos: son libertades que forman parte de nuestra democracia.
La Constitución de la República del Ecuador es clara. En su artículo 66, numeral 13, se reconoce “el derecho a asociarse, reunirse y manifestarse en forma libre y voluntaria”. Es decir, salir a protestar no es un acto de rebeldía sin sentido, sino una forma legítima de participación ciudadana.
Además, el artículo 98 refuerza esta idea al establecer que las personas y los colectivos pueden ejercer el derecho a la resistencia frente a “acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales”. En otras palabras, cuando el Estado falla, cuando una institución abusa o cuando el silencio oficial se vuelve insoportable, la protesta se convierte en una herramienta constitucional para exigir corrección.
Incluso el artículo 46 garantiza la libertad de expresión y asociación, así como el funcionamiento libre de los consejos estudiantiles y demás formas organizativas. Lo que se dice en la calle, en pancartas o consignas, es también una forma de expresión pública, tan válida como un artículo de opinión o una publicación en redes sociales.
Claro, ningún derecho es absoluto. La misma Constitución prevé límites razonables, como los estados de excepción, que deben ser justificados, temporales y sujetos a control. Pero una cosa es regular, y otra muy distinta es reprimir.
Por eso, cuando veo a la fuerza pública ingresar con gases a las casas, detener personas que solo reclamaban o responder con violencia a la inconformidad social, me pregunto si esas acciones realmente respetan los principios de proporcionalidad, legalidad y necesidad que exige el propio orden constitucional.
Manifestar no es vandalismo, ni desorden. Es ejercer ciudadanía. Y cuando el Estado castiga sin explicar, cuando silencia sin escuchar, contradice los mismos artículos que dice proteger. Porque en el fondo, protestar también es una forma de amar al país: de quererlo mejor, más justo, más digno.
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