Opinión
Ecuador a oscuras: una tragedia anunciada
Pocas situaciones son más desconcertantes que estar a oscuras, no solo porque faltan las luces o la señal de datos móviles, sino por la incertidumbre absoluta de no saber si mañana será igual o peor. En Ecuador, los apagones son más que simples cortes de electricidad. Son un símbolo de la incapacidad de planificar, de prever, de proyectar el futuro.
Este caos afecta lo más básico. ¿Cómo trabajar si no puedes ni garantizar la luz de tu oficina? ¿Cómo estudiar, emprender, producir si no hay ninguna certeza sobre el suministro eléctrico?
Para nadie es un secreto que el Ecuador está quebrado. No solo en términos económicos, sino en cuanto a ideas y soluciones. La inversión extranjera, que podría contribuir notablemente a resolver esta crisis, no va a llegar mientras el sector eléctrico esté atrapado en las garras de la regulación estatal.
Es fundamental comprender que el problema de fondo radica en un modelo de desarrollo estatista que se impuso desde la dictadura militar de Rodríguez Lara en los años 70. El Plan Integral de Transformación y Desarrollo del Gobierno Nacionalista Revolucionario dictó la intervención estatal en todos los sectores de la economía, marcando el inicio de esta debacle.
Sectores como el petróleo y la electricidad fueron declarados «estratégicos» y, por ende, monopolizados por el Estado (los políticos y los funcionarios). La transición a la democracia en 1979 no cambió este esquema, y cada gobierno posterior lo ha perpetuado o incluso agravado.
Es penoso que organizaciones políticas como el Partido Social(ista) Cristiano hayan sido, en muchos casos, los principales opositores a cualquier reforma estructural en beneficio de los ciudadanos. Ejemplos sobran, como la resistencia de León Febres-Cordero a las reformas del sistema previsional propuestas durante la administración de Sixto Durán-Ballén.
Así, la supuesta derecha ecuatoriana ha frenado cualquier intento de liberar la economía del país, en alianza (durante muchas ocasiones) con la izquierda jurásica.
La única excepción real ha sido la dolarización, adoptada en el año 2000 no por visión o planificación, sino porque el país había tocado fondo. La dolarización fue un salvavidas lanzado en el último segundo, y aún hoy seguimos aferrados a él, pero sin saber nadar. Desde entonces, no se ha hecho ninguna reforma profunda para aprovechar los beneficios de la dolarización.
Este sistema ha sido administrado por marxistas y keynesianos que lo consideran un mal necesario, cuando debería ser el pilar de un modelo de crecimiento basado en la libertad económica.
El panorama es desolador. Si no fuera por la traición de Lenin Moreno al prófugo sin visa americana, ya estaríamos utilizando una «moneda electrónica» devaluada. Un camino de servidumbre al estilo venezolano. Lamentablemente, parece que el país necesita tocar fondo antes de reaccionar. Quizá, si nos quedamos sin electricidad durante meses, cuando la oscuridad sea total y la economía se detenga por completo, entonces (y solo entonces) los ecuatorianos exigirán un cambio real.
Tal vez, por la fuerza de los hechos, se deroguen las nefastas leyes estatistas que nos han condenado al fracaso.
La solución a mediano y largo plazo es simple. Necesitamos abrir el sector eléctrico a la inversión privada, eliminar las regulaciones que impiden la competencia y permitir que el mercado funcione libremente. Donde hay competencia, hay eficiencia. Donde el Estado monopoliza, hay escasez. Es urgente acabar con este modelo de desarrollo estatista y establecer un sistema basado en la libertad y la protección de los derechos de propiedad. Solo así, Ecuador podrá salir de la oscuridad, literal y figurativamente. Fuente: La República
Noticias Zamora
Hombres que Iluminan el Camino
Cada 19 de noviembre se celebra el Día Internacional del Hombre, una fecha que no busca exaltar el machismo ni destacar superioridades inexistentes, sino reconocer el valor, la misión y la responsabilidad que miles de hombres asumen silenciosamente su rol cada día. Durante años esta conmemoración pasó inadvertida, pero hoy cobra fuerza en medio de un mundo que necesita hablar de masculinidades sanas, de liderazgo responsable y de la urgencia de formar hombres íntegros, sensibles y valientes desde el hogar.
Este día nos invita a mirar al hombre con una perspectiva más humana y más profunda: no como un símbolo de dureza, sino como alguien que siente, que lucha, que carga, que protege, que ama. Nos recuerda que la verdadera hombría no se construye a golpes, sino con carácter, con respeto, con propósito y con amor.
Desde los valores bíblicos, sociales y familiares, esta celebración nos inspira a comprender lo que significa ser un hombre auténtico en tiempos donde la violencia, la indiferencia y la confusión emocional han distorsionado el ideal de masculinidad. Ser hombre (según el diseño divino y la responsabilidad humana) es iluminar el camino, no con discursos, sino con acciones; no con imposiciones, sino con ejemplo; no con fuerza bruta, sino con la fuerza del corazón.
Hoy celebramos no solo a los hombres, sino a quienes se esfuerzan por ser mejores hombres: mejores hijos, esposos, compañeros, padres, amigos, líderes y ciudadanos. Porque cuando un hombre crece, también crece su hogar, su comunidad y su país.
El Diseño Divino del Hombre: Identidad y Propósito
La Biblia presenta una visión profunda y trascendente acerca del valor y el propósito del hombre. Desde el inicio de la creación, Dios establece que el hombre fue hecho a su imagen y semejanza (Génesis 1:27). Este detalle no es casual ni simbólico: significa dignidad inherente, capacidad moral, creatividad y una responsabilidad espiritual única.
Dios confía al hombre la tarea de cultivar y cuidar la tierra (Génesis 2:15), lo que muestra que su labor no se limita a trabajar, sino a proteger, preservar y administrar con sabiduría. De igual manera, la Escritura revela que el hombre está llamado a ser proveedor y guardián del hogar, dando prioridad al bienestar de su familia (1 Timoteo 5:8).
Pero la Biblia no solo define funciones; también revela el carácter que debe distinguir a un hombre conforme al corazón de Dios. Por eso enseña que el hombre debe:
- Amar a su esposa con el mismo amor sacrificial con que Cristo amó a la iglesia (Efesios 5:25).
- Mantenerse firme en la fe, actuando con valentía, integridad y responsabilidad (1 Corintios 16:13).
- Liderar con humildad y espíritu de servicio, no con imposición ni violencia, sino siguiendo el ejemplo de Cristo (Mateo 20:26).
Jesús también señala que la verdadera grandeza del hombre no se mide por su fuerza física, sino por lo que brota de su interior.
Como declara Lucas 6:45: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno… porque de la abundancia del corazón habla la boca.”
Un hombre conforme a Dios es aquel que cuida su corazón, que alimenta su espíritu y que permite que su carácter sea moldeado por la Palabra. Por eso Santiago exhorta: “Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse.”
Este llamado bíblico nos recuerda que la verdadera hombría no está definida por dominación, agresión o poder, sino por la mansedumbre, el dominio propio, el amor y la sabiduría que nacen de un corazón transformado.
Ser hombre, según Dios, es un privilegio y una responsabilidad: vivir con propósito, amar con entrega y proteger con nobleza. Es reflejar, a través de la vida diaria, el carácter de aquel que lo creó.
La Misión Sagrada del Hombre: Su Rol en la Familia y la Sociedad
El rol del hombre dentro de la familia y la sociedad no es una carga, sino una misión sagrada. Un verdadero hombre entiende que su presencia, su ejemplo y su entrega pueden transformar destinos enteros. Él no lidera desde la imposición, sino desde el corazón; no manda desde la fuerza, sino desde la responsabilidad.
En el hogar, el hombre es llamado a ser:
Guía espiritual, sembrando valores no con discursos vacíos, sino con el ejemplo vivo de su conducta.
- Proveedor responsable, que trabaja con honestidad y sacrificio, sabiendo que cada esfuerzo construye el futuro de los suyos.
- Protector emocional y físico, capaz de crear un ambiente donde la esposa y los hijos se sientan seguros, amados y en paz.
- Compañero y apoyo, presente en la crianza, en la educación y en las conversaciones que forman el corazón de los hijos.
En la sociedad, el hombre debe actuar como:
Modelo de rectitud, un referente de ética, justicia y coherencia.
- Agente de paz, que calma tormentas y evita conflictos, escogiendo la sabiduría por encima de la violencia.
- Constructor de comunidad, que aporta con su trabajo, su creatividad y su compromiso social.
Pero es importante decirlo con claridad: La agresión jamás es un acto de valentía. El hombre que levanta la mano contra una mujer revela su miedo, su cobardía y su incapacidad de gobernarse a sí mismo. Quien de verdad es valiente no lastima; edifica. No destruye; protege. No humilla; impulsa. Los hombres valientes: trabajan duro para sacar adelante a su familia, protegen a su esposa y a sus hijos “con uñas y dientes”, educan para que la siguiente generación viva mejor, se esfuerzan por equivocarse lo menos posible, enseñan amor a Dios, amor al deporte, amor al trabajo y lo más importante: nunca abandonan a los suyos.
Si un día uno de sus hijos, su esposa o un hermano se hunde en el mar turbulento de la vida, el hombre valiente no mira desde la orilla: entra al agua, sostiene, carga, levanta y acompaña hasta cruzar la tormenta. Porque la verdadera valentía nunca consiste en repartir golpes ni en perder la conciencia en una botella. La verdadera valentía consiste en nutrir la mente, ablandar el corazón y templar el alma, para que nadie de los suyos se quede atrás en la travesía de la vida. Cuando el hombre cumple su propósito con integridad, la familia se fortalece, la sociedad se equilibra y el futuro de las generaciones se edifica sobre cimientos firmes.
La primera obligación del hombre es ser feliz, y la segunda, hacer felices a quienes lo rodean. Porque, como se ha dicho, “un hombre sin carácter es como un soldado sin armas”. Y también es cierto que un hombre es verdaderamente rico no por lo que guarda en los bolsillos, sino por los brazos que lo abrazan cuando llega a casa.
Ese es el verdadero legado de un hombre: dejar huellas en corazones, no en el suelo.
El Poder de Pensar Bien de Ti
Todo hombre necesita pensar bien de sí mismo. No desde la soberbia, sino desde la conciencia de su valor, de su dignidad y de la imagen de Dios que lleva dentro. Lo peor que le puede ocurrir a un hombre no es fracasar, cometer errores o tropezar en la vida; lo verdaderamente grave es permitir que su mente se llene de pensamientos que lo empequeñecen, que lo desprecian y que lo hacen creer que no es suficiente.
David Fischman cuenta en El Espejo del Líder la historia de un rey que, enfermo y desesperado, pidió a un sabio que lo sanara. El gurú le dijo que se curaría cuando lograra ver “todo azul”. El rey, sin comprender la enseñanza, ordenó pintar su reino entero de ese color: casas, campos, vestidos y hasta la ropa de sus súbditos.
Meses después, el gurú regresó y fue obligado a ponerse un traje azul para poder entrar al palacio. Al ver al rey, le dijo con claridad:
“Su Majestad, yo jamás le pedí que cambiara la creación de Dios. Le pedí que cambiara la forma en que la mira. Usted no tenía que pintar el mundo: solo necesitaba ponerse unos lentes azules”.
Esta historia refleja la realidad de muchos hombres:
Nos esforzamos por cambiarlo todo (personas, situaciones, circunstancias), cuando el verdadero cambio debe empezar dentro de nosotros. Queremos modificar el mundo externo sin transformar primero la mirada interna.
Pero la vida cambia cuando cambiamos nuestra perspectiva. La conducta se transforma cuando primero cambiamos el pensamiento. Y el mundo se ilumina cuando el hombre aprende a mirar con ojos nuevos.
Hoy es un buen día para ponerte “lentes azules”: lentes llenos de confianza, esperanza, fe y autoestima. Cuando empiezas a creer en tu propio valor, te das permiso para crecer, para sanar y para avanzar. Entonces, y solo entonces, podrás apreciar la belleza de la vida y también la belleza que Dios depositó en ti.
Porque, al final, el hombre más poderoso no es el que domina tierras ni dirige multitudes, sino el que es dueño de sí mismo, como dijo Virgilio.
El que ha conquistado su mente, ha conquistado su mundo. El que se mira con respeto, caminará con propósito. El que se valora, construirá. El que se acepta, se transformará.
¿Qué es el verdadero significado de un hombre valiente?
Un hombre valiente no es aquel que no siente miedo, sino quien actúa con rectitud a pesar del miedo. La valentía se refleja en actitudes diarias:
- Reconocer errores y pedir perdón.
- Levantarse después de las caídas.
- Proteger a su familia con amor, no con agresión.
- Tomar decisiones difíciles con sabiduría.
- Ser firme en sus valores aun cuando otros no lo son.
De acuerdo con la Biblia, “esforzarse y ser valiente” (Josué 1:9) significa confiar en Dios, enfrentar desafíos con fe y mantener un corazón humilde. La verdadera valentía es moral, emocional y espiritual. La soberanía de un hombre está oculta en su conocimiento.
El Niño que Formamos Hoy, Será el Hombre que Sostendrá el Mañana
Formar bien a un hombre desde la familia no es una tarea secundaria; es una prioridad absoluta. La manera en que un niño es educado, amado, disciplinado y acompañado define la clase de hombre en la que ese niño se convertirá. Todo hombre adulto fue alguna vez un pequeño que necesitaba guía, afirmación, afecto y dirección.
Cuando un niño crece escuchando palabras que afirman su valor, recibiendo límites que moldean su carácter y viendo ejemplos que lo inspiran, ese niño desarrolla raíces profundas que lo sostendrán en la vida adulta. Pero cuando se le cría sin orientación, sin afecto o sin presencia paterna, queda vulnerable a la inseguridad, la violencia, la impulsividad y la confusión emocional.
Cuando la familia invierte tiempo en la formación emocional, espiritual y moral de un niño varón, está construyendo mucho más que un individuo: está edificando un futuro, un hogar, una sociedad.
Cada hombre bien formado se convierte en un pilar que sostiene, protege y transforma su entorno.
Porque el progreso de un país no depende solo de sus instituciones, sino de los hombres y las mujeres que lo habitan; y un hombre formado con valores es una de las mayores riquezas que una familia puede entregar al mundo.
Mensaje por el día del hombre
Este, 19 de noviembre, celebramos el Día Internacional del Hombre, reconocemos a todos aquellos que, con esfuerzo silencioso y amor profundo, se levantan cada día para ser mejores. Ser hombre no significa gritar, imponer o aparentar dureza; significa mirar hacia adentro, dominar el propio carácter y liderar con el ejemplo.
El verdadero hombre es quien visualiza el futuro de los suyos, los educa con sabiduría, trabaja con honestidad para sostener su hogar y demuestra su valentía no levantando la mano, sino levantando el corazón. La fuerza auténtica nunca humilla; inspira. Nunca hiere; protege. Nunca controla; acompaña.
A los hombres valientes que eligen caminar en la luz del altruismo y no en la sombra del egoísmo: a los que cargan, sostienen, enseñan y abrazan; a los que reconocen sus errores y deciden cambiar; a los que jamás abandonan a los suyos y luchan por ser mejores cada día…
hoy les honramos. Quizás la vida no les dio facilidades. Muchos crecieron luchando desde niños para salir adelante. Pero esa lucha los formó, los templó y los convirtió en pilares para su familia y su comunidad. Por eso, más que felicitarlos, los reconocemos. Porque el mundo necesita hombres que construyen, que aman con ternura, que protegen sin violencia, que inspiran con su ejemplo y que transforman con su bondad.
Y que esta celebración sea también un recordatorio necesario: que el primer ramo de flores que recibamos no sea en la tumba. Valoremos, respetemos y agradezcamos a los hombres buenos mientras están aquí, mientras luchan, mientras aman, mientras se esfuerzan.
A todos los hombres que cada día buscan ser mejores hijos, esposos, padres, hermanos, amigos, trabajadores, jefes y ciudadanos:
¡Feliz Día Internacional del Hombre!
Que nunca se apague tu valentía, tu nobleza ni tu deseo de crecer. Porque cuando tú creces, también crece tu familia, tu comunidad y tu país.
Conclusión
El Día Internacional del Hombre, celebrado cada 19 de noviembre en Ecuador y en muchas partes del mundo, no es solo una fecha en el calendario: es un recordatorio de la enorme responsabilidad y del precioso privilegio que implica ser hombre en la familia y en la sociedad. Es un llamado a honrar a aquellos que, guiados por principios bíblicos y valores trascendentes, eligen caminar con rectitud aun cuando nadie los aplauda y levantarse aun cuando la vida parece pesar demasiado.
En tiempos donde la violencia, el abandono y la confusión emocional afectan a tantas familias, el mundo necesita hombres que conozcan su identidad, que vivan con propósito, que amen con valentía y que lideren con humildad. Hombres que no teman sentir ni sanar; que no teman proteger sin dominar; que no teman amar sin condiciones. Hombres que entiendan que su fuerza más grande no está en sus manos, sino en su corazón y en su carácter.
La formación de un hombre comienza en su hogar, pero su influencia no termina allí: se extiende a su comunidad, a su trabajo, a sus relaciones interpersonales y, finalmente, al país que ayuda a construir. Un hombre bien formado es un puente hacia un futuro más justo, más pacífico y más humano.
Por eso, celebrar a los hombres es también reafirmar nuestro compromiso de acompañarlos, valorarlos y animarlos a crecer cada día.
Que esta fecha nos inspire a seguir formando hombres con sensibilidad y firmeza, con determinación y ternura, con fe y con coraje. Hombres que iluminan caminos no por obligación, sino por convicción; no por apariencia, sino por esencia. Hombres que dejan huellas en el corazón, no cicatrices en el alma. Hombres que muestran, con su vida, que la verdadera grandeza se construye con amor, sacrificio y nobleza.
Porque cuando un hombre crece, su familia florece, su comunidad se fortalece y su país se eleva.
Y cuando un hombre vive conforme al propósito para el cual fue creado, su luz es capaz de alumbrar generaciones enteras.
Noticias Zamora
La comunicación asertiva: el arte de expresarse con respeto y empatía
Introducción
En la mayoría de los conflictos humanos, la raíz no está tanto en la diferencia de ideas como en la forma en que nos comunicamos. Con frecuencia, no escuchamos para comprender, sino para responder. La prisa, el ego y la falta de empatía han distorsionado la esencia del diálogo, dando paso a la confrontación, la indiferencia o la violencia verbal y emocional. Esta realidad se refleja en diversos ámbitos de la vida (familiar, laboral, educativo e incluso deportivo), donde el respeto cede terreno ante la impulsividad y el desencuentro.
¿Cómo revertir esta tendencia? El camino comienza con la comunicación asertiva, una práctica que nos invita a expresarnos con claridad, respeto y empatía, sin agredir ni someternos. Ser asertivo implica abandonar los juicios de valor, centrarnos en los hechos y aceptar que nuestras peticiones pueden ser aceptadas o rechazadas, porque cada persona piensa y siente de manera distinta, y esa diversidad merece ser respetada.
En un mundo cada vez más interconectado, pero paradójicamente más incomunicado, la asertividad se convierte en una competencia esencial. No basta con hablar ni con escuchar; es necesario hacerlo con conciencia emocional y responsabilidad. La comunicación asertiva nos enseña a expresar nuestras ideas y emociones sin dañar y a defender nuestros derechos sin vulnerar los ajenos.
Más que una técnica, la asertividad es una actitud de vida que promueve el entendimiento, fortalece la autoestima y construye vínculos más humanos. En las siguientes páginas se explorarán sus fundamentos, los elementos que intervienen en un diálogo asertivo y las estrategias para mantenerla incluso en contextos difíciles.
A diferencia de los animales, que resuelven sus disputas mediante la fuerza, el ser humano ha sido dotado con la razón y la palabra. Por ello, recurrir a la agresión para resolver nuestras diferencias es renunciar a lo que nos hace verdaderamente humanos: la capacidad de dialogar con respeto, pensar con empatía y construir paz con las palabras.
Fundamentos y relevancia de la comunicación asertiva
La comunicación asertiva es una de las habilidades sociales más valiosas para el bienestar personal y la convivencia humana. Se define como la capacidad de expresar pensamientos, sentimientos, deseos o necesidades de forma clara, directa y respetuosa, sin recurrir a la agresión ni caer en la pasividad. En otras palabras, ser asertivo significa defender los propios derechos sin vulnerar los de los demás, encontrando el equilibrio entre la honestidad personal y el respeto hacia el otro.
Desde una perspectiva práctica, la asertividad se sitúa en un punto medio entre dos extremos de comportamiento comunicativo:
- Pasividad: se manifiesta cuando una persona evita expresar sus ideas o emociones por temor al conflicto o al rechazo. Este estilo suele generar frustración, baja autoestima y resentimiento, ya que las propias necesidades quedan relegadas.
- Agresividad: ocurre cuando se imponen opiniones o emociones sin tener en cuenta los sentimientos ajenos. Este tipo de comunicación puede generar miedo, tensión y deterioro en las relaciones interpersonales.
- Asertividad: representa el equilibrio entre ambos polos. Implica expresarse con firmeza, empatía y consideración, buscando el entendimiento y la cooperación más que la confrontación.
En el ámbito psicológico, la comunicación asertiva está estrechamente vinculada con la inteligencia emocional, ya que requiere un adecuado reconocimiento y gestión de las emociones propias (como la ira, el miedo o la frustración) y la capacidad de interpretar las emociones de los demás. De este modo, la asertividad no solo implica saber qué decir, sino también cómo, cuándo y con qué actitud decirlo.
La asertividad no es una cualidad innata, sino una habilidad aprendida y desarrollable a través del autoconocimiento, la práctica consciente y el control emocional. Aprender a comunicarse asertivamente implica reflexionar sobre la manera en que se expresan las ideas, ajustar el tono de voz, cuidar el lenguaje corporal y fortalecer la empatía. Este proceso conduce a una comunicación más auténtica, donde las personas pueden ser escuchadas y comprendidas sin generar tensiones innecesarias.
Además, la comunicación asertiva tiene un impacto directo en la calidad de las relaciones interpersonales. El diálogo asertivo promueve vínculos basados en la confianza, la sinceridad y el respeto mutuo. Para lograrlo, es fundamental descartar de raíz los mensajes irrespetuosos, los juicios de valor y las palabras hirientes. También se debe fomentar una escucha activa, es decir, prestar atención genuina al mensaje del otro, sin anticipar respuestas ni reaccionar desde la emoción. Escuchar con empatía (no con el “hígado”, sino con el corazón y la razón) permite comprender verdaderamente al interlocutor y responder con equilibrio.
Como bien lo demuestran diversos estudios en comunicación, el mensaje humano no depende solo de las palabras. “Según la regla del 7-38-55”, solo el 7% de lo que comunicamos se transmite mediante el lenguaje verbal, el 38% a través del tono de voz y el 55% mediante el lenguaje no verbal (gestos, posturas, miradas). Por ello, ser asertivo implica coherencia entre lo que se dice, cómo se dice y lo que se expresa con el cuerpo.
En síntesis, la comunicación asertiva es un arte que combina autenticidad, respeto y empatía. Practicarla no solo mejora la manera en que nos relacionamos con los demás, sino que también fortalece la autoestima, reduce los conflictos y favorece un clima de entendimiento y colaboración tanto en el ámbito personal como profesional.
El proceso del diálogo asertivo: de la comprensión emocional a la acción constructiva
El diálogo asertivo no es un acto espontáneo ni un simple intercambio de palabras; es un proceso consciente de comunicación en el que intervienen la razón, la emoción y la empatía. Ser asertivo implica saber qué decir, cómo decirlo y cuándo hacerlo, buscando siempre construir entendimiento en lugar de generar conflicto. ¿Por qué es asertivo y emotivo?: no juzga, escucha y acompaña; muestra amor y confianza; propone una solución conjunta, no una amenaza y transforma el error en una oportunidad de crecimiento y cercanía familiar.
Para lograrlo, es útil seguir un proceso estructurado que permite ordenar las ideas y expresar los sentimientos de manera equilibrada. Este proceso consta de cuatro pasos esenciales:
- a) Describir los hechos concretos
El primer paso consiste en mencionar objetivamente lo que ha ocurrido, sin juicios ni interpretaciones. Describir hechos concretos permite que el interlocutor comprenda con claridad la situación y evita que el diálogo se centre en reproches o valoraciones subjetivas.
- b) Expresar los sentimientos
Luego, se comunican los sentimientos personales asociados a esos hechos, utilizando un lenguaje emocional honesto, pero sereno. La clave está en hablar desde el “yo” y no desde la acusación: “Me siento preocupado…” en lugar de “Tú me decepcionas.”
- c) Formular una petición concreta
El tercer paso consiste en expresar qué se desea que cambie o se haga. La petición debe ser específica, realista y en tono colaborativo, no impositivo. De esta forma, se orienta el diálogo hacia la solución y no hacia la culpa.
- d) Especificar las consecuencias
Finalmente, se explican las consecuencias positivas o constructivas que puede tener la acción propuesta. Este cierre refuerza la motivación y la confianza, mostrando que la intención es acompañar y mejorar la relación, no castigar.
EJEMPLO PRÁCTICO DEL DIÁLOGO ASERTIVO: “HIJO (A) CON BAJO RENDIMIENTO ACADÉMICO”
Una madre recibe el reporte escolar de su hijo y nota que ha bajado notablemente sus calificaciones. Ella está preocupada y triste, pero decide abordar este problema desde el diálogo asertivo.
Conducta pasiva:
La madre evita hablar del tema, guarda silencio y piensa: “No quiero hacerlo sentir mal… tal vez mejore solo.” Mientras tanto, la preocupación crece y el problema continúa.
Conducta agresiva:
La madre, se molesta, le dice con tono alto: “¡Eres un irresponsable! ¡Todo el día con el celular y amigotes! ¡Si sigues así, te quedarás de año y te pondré a trabajar!” El hijo se siente humillado y se cierra al diálogo.
Conducta asertiva:
La madre busca un momento tranquilo, se sienta con él y dice con calma: “Hijo, he visto tus calificaciones y han bajado bastante en las últimas semanas (hechos).
Me siento preocupada y triste, porque sé que eres capaz de hacerlo mejor y quiero verte avanzar (sentimientos).
Me gustaría que organicemos juntos un horario de estudio y que me cuentes si hay algo que te está costando entender o concentrarte (petición concreta).
Si trabajamos juntos, estoy segura de que podrás mejorar tus notas y te sentirás más tranquilo contigo mismo y también nosotros como familia (consecuencias).”
Pilares esenciales del diálogo asertivo: autoconocimiento, respeto y empatía
El diálogo asertivo no se limita a hablar con educación o expresar ideas de manera diplomática; se trata de una forma consciente y equilibrada de comunicación, donde las personas se expresan desde la autenticidad, pero sin perder el respeto hacia el otro.
Para que un intercambio comunicativo pueda considerarse verdaderamente asertivo, deben cumplirse tres requisitos fundamentales: autoconocimiento, respeto mutuo y empatía.
- Autoconocimiento: El primer requisito para un diálogo asertivo es el autoconocimiento emocional. Antes de hablar, es necesario comprender lo que sentimos, pensamos y necesitamos. Solo quien se conoce a sí mismo puede comunicarse con claridad y equilibrio. Reconocer las propias emociones (como la ira, la tristeza, la frustración o el miedo) permite expresarlas sin dejar que dominen la conversación. Por ejemplo, en lugar de reaccionar impulsivamente ante una crítica, una persona asertiva puede decir: “Me siento incómodo con tu comentario, me gustaría explicarte por qué.”
El autoconocimiento también implica establecer límites personales saludables, es decir, saber hasta dónde se está dispuesto a ceder y cuándo es necesario defender un derecho con firmeza, pero sin agresión. En síntesis, el diálogo asertivo comienza dentro de uno mismo, en la capacidad de gestionar emociones y transformar la reactividad en comunicación consciente.
- Respeto mutuo: El segundo requisito es el respeto mutuo, entendido como el reconocimiento del valor del otro, incluso cuando existen diferencias de pensamiento o de emoción.
La asertividad no busca “ganar una discusión”, sino construir entendimiento. El respeto se manifiesta en el tono de voz, la elección de palabras y la disposición para escuchar sin interrumpir.
Respetar al otro implica aceptar que su punto de vista es válido desde su experiencia, aunque no coincidamos con él. Esta actitud evita que el diálogo se convierta en una confrontación y lo transforma en una oportunidad de aprendizaje mutuo. En contextos laborales, familiares o educativos, el respeto mutuo es lo que sostiene el equilibrio relacional: permite hablar con firmeza sin herir, y escuchar sin sentirse atacado.
- Empatía: La tercera condición esencial del diálogo asertivo es la empatía, la capacidad de ponerse en el lugar del otro y comprender sus razones, emociones y necesidades.
Ser empático no significa estar de acuerdo con todo, sino escuchar activamente para entender el mensaje más allá de las palabras. La empatía requiere atención plena: mirar a los ojos, evitar interrupciones, validar lo que el otro siente y responder con sensibilidad.
Una comunicación empática convierte el diálogo en un espacio de conexión emocional y confianza, donde ambos interlocutores se sienten escuchados y valorados.
En todo proceso de comunicación intervienen al menos dos actores que asumen roles complementarios: el emisor y el receptor.
Ambas partes comparten la responsabilidad de crear un clima emocional seguro, en el que las ideas y sentimientos puedan expresarse sin miedo a ser ridiculizados, ignorados o atacados.
Cuando el emisor comunica con claridad y el receptor escucha con empatía, el diálogo se convierte en un puente de entendimiento, donde la comunicación fluye sin agresión y las diferencias se abordan desde el respeto.
Estrategias asertivas ante la negativa al diálogo
Así como un nudo no se deshace jalando con fuerza, sino con paciencia y cuidado, las diferencias entre las personas tampoco se resuelven con gritos ni reproches. Cuanto más tiramos del conflicto con ira, más apretamos los lazos de la incomprensión.
La asertividad no siempre garantiza una respuesta positiva o una conversación abierta. En muchos casos, las personas con las que intentamos comunicarnos pueden mostrarse cerradas, evasivas, indiferentes o incluso agresivas. Ante estas situaciones, es fundamental recordar que la asertividad comienza en uno mismo: no podemos controlar la actitud del otro, pero sí la forma en que elegimos responder.
El verdadero ejercicio de la comunicación asertiva se pone a prueba precisamente cuando el diálogo parece imposible. Mantener la serenidad, conservar la dignidad y actuar desde la empatía son señales de madurez emocional.
A continuación, se presentan algunas estrategias que ayudan a mantener el asertividad incluso cuando la otra parte no colabora:
- Mantener la calma y no responder con agresión. No caer en provocaciones evita que el conflicto escale.
- Reafirmar el deseo de diálogo, mostrando disposición para conversar cuando ambas partes estén tranquilas.
- Establecer límites claros, expresando que la comunicación no puede continuar bajo falta de respeto.
- Elegir el momento adecuado, ya que no todas las conversaciones se pueden tener en medio de la tensión.
- Retirarse con dignidad si es necesario. Ser asertivo también significa saber cuándo detener una interacción que no lleva a nada constructivo.
Conclusión
La comunicación asertiva es mucho más que una técnica de expresión: es una forma de vivir con conciencia, respeto y empatía. En una época marcada por la prisa, los juicios y la falta de escucha, la asertividad se convierte en un acto de madurez emocional y de humanidad.
Ser asertivo no significa imponer razones ni ceder ante las presiones ajenas, sino encontrar el equilibrio entre lo que decimos y cómo lo decimos; entre el valor de defender nuestras ideas y la humildad de reconocer las del otro. Implica hablar con sinceridad, pero sin herir; escuchar con apertura, pero sin perder identidad.
Cuando elegimos comunicarnos desde la calma y la empatía, transformamos los conflictos en oportunidades de encuentro. La palabra deja de ser un arma y se convierte en un puente: une, sana y construye. Así, la comunicación asertiva no solo mejora nuestras relaciones, sino que también nos ayuda a crecer como personas más conscientes, más libres y más capaces de convivir en armonía.
Porque, en última instancia, expresarse con respeto y escuchar con empatía es el arte más humano de todos: el arte de comprender y ser comprendido.
Noticias Zamora
Entre la vida y la eternidad
Introducción
Cada 2 de noviembre, en muchos países de tradición cristiana (y especialmente en el Ecuador) se celebra el Día de los Difuntos, una fecha en la que el silencio y la memoria se entrelazan con el amor y la fe. No es un día de oscuridad, sino de luz interior: un tiempo para mirar al cielo con gratitud y al corazón con esperanza.
Las familias visitan los cementerios, adornan las tumbas con flores, oran y comparten alimentos tradicionales como la colada morada y las guaguas de pan, símbolos de unión, vida y recuerdo. Pero más allá de la costumbre o la nostalgia, esta jornada nos invita a reflexionar sobre el misterio de la existencia: sobre lo que significa vivir, morir y trascender.
El Día de los Difuntos no es solo una cita con quienes partieron, sino también un llamado a reconciliarnos con el sentido de la vida. Nos recuerda que la muerte no es el final, sino el umbral hacia lo eterno; que el amor verdadero no se interrumpe con la ausencia y que la fe tiene el poder de transformar el dolor en esperanza.
Porque cuando recordamos a nuestros difuntos desde el amor, no los perdemos: los reencontramos en lo invisible.
Y comprendemos, entonces, que la muerte no separa, sino que une la tierra con el cielo, la memoria con la eternidad.
Más allá del último latido
La muerte física es una realidad ineludible: el cierre natural del ciclo biológico del ser humano. Es el instante en que el cuerpo se apaga, el corazón cesa su latido y la materia regresa al polvo de donde vino. Desde una mirada terrenal, parece el final de todo; sin embargo, para quien contempla la vida con los ojos de la fe, la muerte física no es una derrota, sino un tránsito, una transformación hacia una dimensión que trasciende lo visible.
El cuerpo muere, sí, pero el alma (esa chispa divina que habita en cada ser humano) continúa su camino. Desde la fe cristiana, la muerte no destruye al ser, solo cambia su forma de existencia. Como dice la Escritura:
“El cuerpo vuelve al polvo de la tierra, y el espíritu vuelve a Dios, que lo dio.” (Eclesiastés 12:7)
Por eso, aunque el cuerpo repose en la tumba, la esperanza de la resurrección mantiene viva la certeza de que la vida no termina con la muerte, sino que se transforma en eternidad. Quien vivió con amor, fe y bondad, no desaparece: su alma trasciende, y su recuerdo florece en quienes continúan el camino.
Sin embargo, existe otra forma de muerte más silenciosa y dolorosa: la muerte espiritual. No ocurre cuando el corazón deja de latir, sino cuando el alma se apaga por dentro. Es esa desconexión del ser humano con Dios, con el amor y con el sentido de la vida.
La muerte espiritual se manifiesta cuando dejamos de creer, de amar, de tener esperanza; cuando el egoísmo, la indiferencia o la falta de fe ocupan el lugar de la compasión y la luz. Es una existencia sin propósito, una vida vivida en automático, sin comunión con el Espíritu divino que nos da aliento.
La Biblia enseña que “el salario del pecado es la muerte” (Romanos 6:23), refiriéndose no a la muerte física, sino a esa separación interior que nos aleja de la presencia de Dios. Mientras la muerte física es inevitable y forma parte del orden natural, la muerte espiritual sí puede evitarse: basta con mantener encendida la llama del amor, cultivar la fe y obrar con bondad.
La verdadera vida, entonces, no depende de los latidos del corazón, sino de la luz del alma. Hay cuerpos vivos con almas dormidas, y también hay quienes, aunque su cuerpo haya partido, siguen vivos en la eternidad y en el amor que dejaron sembrado.
Por eso, más que temer a la muerte física, deberíamos temer a la muerte espiritual: a vivir sin amor, sin fe, sin propósito.
Porque quien vive en Dios, aun después de la muerte, nunca muere verdaderamente.
No tememos morir, tememos no haber vivido
El miedo a la muerte es, quizás, el sentimiento más universal del ser humano. Nadie escapa a esa sombra interior que nos recuerda que la vida es frágil, efímera, pasajera. Pero, ¿por qué nos causa tanto temor? ¿Por qué algo tan natural como morir (que forma parte del mismo ciclo que nos dio la vida) se convierte en el mayor de nuestros miedos?
Tememos morir, ante todo, por instinto. La vida defiende su existencia; nuestro cuerpo y mente están diseñados para sobrevivir. Pero más allá del instinto biológico, hay un miedo más profundo: la incertidumbre de lo desconocido. La muerte nos enfrenta a lo que no podemos controlar, a lo que no comprendemos plenamente, a ese misterio que ninguna ciencia ha logrado descifrar por completo.
También le tememos porque nos duele el desprendimiento. No queremos soltar lo que amamos: la familia, los amigos, los lugares, los bienes, los recuerdos, los proyectos que aún no terminamos. Nos aterra pensar en dejar de existir en el corazón de quienes amamos, o en ser olvidados con el paso del tiempo. La muerte nos confronta con la fragilidad de los lazos humanos, y con el silencio que queda cuando alguien se va.
En una sociedad que exalta la juventud, el éxito y la apariencia, hablar de la muerte resulta incómodo. Nos hemos acostumbrado a verla como un fracaso, como una pérdida sin sentido, cuando en realidad es la continuidad de un proceso natural y espiritual. Morir no es dejar de ser, sino trascender. Como decía el poeta Rabindranath Tagore:
“La muerte no es apagar la luz, sino apagar la lámpara porque ha llegado el amanecer.”
Desde la fe, la muerte se transforma en esperanza. La Biblia enseña que quien cree en Dios no debe temer, porque la vida no se interrumpe, sino que cambia de forma. Jesús dijo:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá.” (Juan 11:25)
El miedo a la muerte se atenúa cuando comprendemos que no somos solo materia, sino espíritu; que la existencia no termina en la tumba, sino que se abre hacia una eternidad que no entendemos, pero en la que confiamos.
Hace poco, en una reunión, pregunté a los asistentes: Levanten la mano los que no le tienen miedo a la muerte. De cien personas, solo nueve la levantaron.
Luego pregunté: Levanten la mano los que quieren ir al cielo. Casi todos levantaron la mano.
Entonces les dije: Para ir al cielo, primero hay que morir.
Y ahí quedó un silencio. Porque, aunque anhelamos el cielo, seguimos temiendo el camino que nos lleva a él. Quizás el problema no está en la muerte, sino en cómo hemos vivido. Tememos morir cuando sentimos que no hemos amado lo suficiente, que no hemos cumplido nuestro propósito, que aún no hemos hecho las paces con Dios, con los demás o con nosotros mismos.
Superar el miedo a la muerte no significa desearla, sino aprender a vivir de tal forma que, cuando llegue, nos encuentre en paz. La muerte no se vence con poder ni con dinero, sino con sentido, con amor, con fe. Quien ha aprendido a vivir con propósito, puede morir con serenidad.
En realidad, no le tememos tanto a la muerte…Le tememos a no haber vivido de verdad.
Amar en ausencia
El dolor por la pérdida de un ser querido es una de las experiencias más profundas del ser humano. Cuando alguien que amamos se va, una parte de nosotros parece irse también. Sentimos un vacío que nada ni nadie puede llenar. Y es que el dolor es el reflejo del amor: quien ama de verdad, sufre al despedirse. No hay fórmulas para evitar el sufrimiento, pero sí caminos que ayudan a transformarlo en paz, gratitud y esperanza.
Aceptar la realidad de la pérdida: negar lo ocurrido o aferrarse al “por qué” solo prolonga el sufrimiento. Aceptar no significa olvidar ni resignarse; significa reconocer que la vida sigue su curso y que el amor permanece más allá de la muerte. Aceptar es dar espacio al recuerdo sin que el dolor se convierta en prisión.
Recordar con gratitud: el recuerdo puede ser una fuente de tristeza o un acto de homenaje. Cuando recordamos con gratitud, transformamos el dolor en agradecimiento por lo vivido. Cada sonrisa compartida, cada palabra, cada gesto de amor se convierte en un tesoro que ilumina el presente. Agradecer lo que fue es honrar lo que ya no está.
Expresar el dolor: llorar, hablar, orar o buscar apoyo emocional y espiritual son pasos esenciales para sanar. El silencio prolongado y el encierro interior solo agravan la herida. Llorar no es debilidad; es liberar el alma. Como dice el Salmo 34:18: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.”
Mantener viva la fe: la fe es un refugio en medio de la tormenta. Nos recuerda que la muerte no es el final, sino un paso hacia la eternidad. Creer que nuestro ser querido descansa en paz y que un día volveremos a encontrarnos trae consuelo al alma. La fe convierte la ausencia en esperanza y el llanto en oración.
Vivir con propósito: honrar la memoria de quienes partieron implica seguir adelante. No se trata de “superar” su pérdida, sino de darle sentido al dolor transformándolo en amor activo: continuar con sus valores, extender la bondad que ellos sembraron, y ser mejores personas en su honor. Así su legado no muere, sino que sigue vivo en nuestras acciones.
La Biblia ofrece un consuelo profundo para el corazón que sufre. En el libro de Apocalipsis (21:4) se nos promete: “Y enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron.”
El duelo no se supera olvidando, sino amando de una manera distinta. Amar en ausencia es aprender a sentir con el alma, a mirar con el corazón, a confiar en que la separación es solo temporal.
Un día, cuando también nosotros crucemos el umbral de la eternidad, comprenderemos que la muerte no fue un adiós, sino un “hasta pronto”.
Mientras tanto, vivamos con amor, recordemos con gratitud y sigamos construyendo la vida con esperanza.
El alma vuelve a casa
La muerte, vista desde la fe, no es un final, sino un retorno. Cuando una persona muere, algo visible se detiene (el cuerpo deja de respirar, el corazón deja de latir), pero lo invisible continúa su camino. El cuerpo vuelve al polvo, cumpliendo el ciclo natural de la vida, pero el alma, esa chispa divina que Dios depositó en cada ser humano, regresa a su Creador.
Así lo expresa el libro de Eclesiastés (12:7): “Y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio.”
Desde una perspectiva espiritual, la muerte no aniquila al ser humano, sino que lo conduce a una nueva etapa de existencia, más allá del tiempo y del espacio. Es el momento del encuentro definitivo entre el alma y Dios, donde cada uno da cuenta de su vida, de sus actos y de su amor. No es un juicio en el sentido humano del castigo, sino una revelación del alma ante la verdad divina, donde la justicia y la misericordia de Dios se manifiestan plenamente.
Para quienes han vivido con fe, esperanza y amor, la muerte es un regreso al hogar, un tránsito hacia la plenitud. Ya no hay dolor, ni cansancio, ni lágrimas; hay descanso, paz y encuentro. Jesús lo expresó con ternura cuando dijo: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay… voy, pues, a preparar lugar para vosotros.” (Juan 14:2)
Desde esta mirada espiritual, morir no es desaparecer, sino ser llamado por Aquel que nos creó, para habitar eternamente en su presencia. Es como cuando el sol se oculta al atardecer: no deja de brillar, solo cambia de horizonte.
Por eso, el Día de los Difuntos no debería vivirse únicamente con tristeza, sino con esperanza y gratitud. Porque quienes han partido no se han perdido, simplemente han cruzado el umbral que todos algún día cruzaremos. La fe nos enseña que la separación es temporal y que el amor, cuando es verdadero, no conoce fronteras entre la tierra y el cielo.
Recordar a los difuntos desde la fe es mantener viva la comunión espiritual con ellos. No los vemos, pero los sentimos cerca. No los tocamos, pero su presencia habita en lo más profundo del alma. En la oración, en el recuerdo y en la esperanza del reencuentro, la muerte deja de ser oscuridad para convertirse en luz.
Porque al final, la muerte no tiene la última palabra. La última palabra siempre la tiene Dios, y su palabra es vida eterna.
Amar antes del adiós
Cuando la muerte toca nuestra puerta, comprendemos (a veces demasiado tarde) que lo verdaderamente valioso no eran las cosas, sino las personas. Que el tiempo compartido con quienes amamos es un tesoro que no se repite, y que cada abrazo, cada conversación y cada gesto de cariño son fragmentos de eternidad sembrados en el corazón.
La muerte nos enseña que no hay palabras suficientes para reemplazar un “te quiero” no dicho, ni gestos tardíos que compensen una ausencia. Por eso, la mayor sabiduría no está en temer a la muerte, sino en aprender a vivir con amor antes de que llegue.
Amar en vida es mirar a los ojos a nuestros seres queridos y decirles cuánto los valoramos. Es dejar de posponer el perdón, las llamadas, las visitas, los abrazos. Es comprender que la vida no espera, que los días se van y que lo único que queda para siempre son los recuerdos que construimos con amor.
Amar y valorar sin límites a los vivos tranquiliza nuestra conciencia cuando ellos mueren. Porque aunque el corazón sufra por su partida, queda el consuelo profundo de saber que hicimos lo mejor por ellos cuando estuvieron a nuestro lado. Que no guardamos silencios innecesarios ni afectos contenidos, sino que los honramos con presencia, ternura y gratitud en cada día compartido.
Porque al final, cuando la muerte arrebata una presencia, solo los preciosos recuerdos de la vida pueden atenuar la profunda tristeza de la partida.
Y esos recuerdos solo existen si supimos amar a tiempo, si nos atrevimos a demostrarlo, si vivimos con gratitud por cada momento compartido.
Honrar a nuestros difuntos no consiste únicamente en llevar flores o encender velas; consiste en valorar a los vivos mientras están a nuestro lado. Cada día es una oportunidad para expresar amor, para reconciliarnos, para sembrar alegría.
Amar en vida es, quizás, el acto más humano y más divino que podemos realizar. Porque cuando amamos, damos sentido a la existencia; y cuando vivimos amando, la muerte deja de ser un final y se convierte en el eco eterno de todo lo que fuimos capaces de entregar.
Conclusión
El Día de los Difuntos es mucho más que una tradición: es un encuentro entre la memoria y la esperanza, una oportunidad para reconciliarnos con el misterio de la muerte y, sobre todo, para redescubrir el valor sagrado de la vida.
Nos recuerda que somos viajeros temporales en cuerpo, pero eternos en espíritu. Que la muerte física forma parte del ciclo natural de la existencia, pero la muerte espiritual (esa que nace del desamor, la indiferencia o la falta de fe) sí puede evitarse si vivimos con el corazón encendido por el amor y la luz de Dios.
Temer a la muerte es humano; confiar en la vida eterna es divino. La fe nos enseña que la muerte no tiene la última palabra, porque el amor de Dios vence toda oscuridad y transforma el final en comienzo.
Recordar a quienes partieron no es mirar atrás con tristeza, sino mirar hacia el cielo con gratitud y esperanza. Ellos viven en la eternidad de Dios y en los recuerdos que sembraron en nosotros.
Que cada 2 de noviembre (al visitar una tumba, encender una vela o elevar una oración) recordemos que morir no es desaparecer, sino volver al origen, regresar al abrazo eterno del Creador.
Y que mientras caminamos por esta tierra, aprendamos a amar sin reservas, a perdonar sin demora y a valorar cada día como un regalo. Porque quien vive amando deja huellas que ni el tiempo ni la muerte pueden borrar.
Al final, la vida y la muerte no son contrarias: son dos orillas del mismo río que fluye hacia la eternidad. Y cuando llegue la hora de cruzarlo, el alma que amó encontrará, del otro lado, el hogar que nunca perdió.
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