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Entre la vida y la eternidad

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Introducción

Cada 2 de noviembre, en muchos países de tradición cristiana (y especialmente en el Ecuador) se celebra el Día de los Difuntos, una fecha en la que el silencio y la memoria se entrelazan con el amor y la fe. No es un día de oscuridad, sino de luz interior: un tiempo para mirar al cielo con gratitud y al corazón con esperanza.

Las familias visitan los cementerios, adornan las tumbas con flores, oran y comparten alimentos tradicionales como la colada morada y las guaguas de pan, símbolos de unión, vida y recuerdo. Pero más allá de la costumbre o la nostalgia, esta jornada nos invita a reflexionar sobre el misterio de la existencia: sobre lo que significa vivir, morir y trascender.

El Día de los Difuntos no es solo una cita con quienes partieron, sino también un llamado a reconciliarnos con el sentido de la vida. Nos recuerda que la muerte no es el final, sino el umbral hacia lo eterno; que el amor verdadero no se interrumpe con la ausencia y que la fe tiene el poder de transformar el dolor en esperanza.

Porque cuando recordamos a nuestros difuntos desde el amor, no los perdemos: los reencontramos en lo invisible.

Y comprendemos, entonces, que la muerte no separa, sino que une la tierra con el cielo, la memoria con la eternidad.

Más allá del último latido

La muerte física es una realidad ineludible: el cierre natural del ciclo biológico del ser humano. Es el instante en que el cuerpo se apaga, el corazón cesa su latido y la materia regresa al polvo de donde vino. Desde una mirada terrenal, parece el final de todo; sin embargo, para quien contempla la vida con los ojos de la fe, la muerte física no es una derrota, sino un tránsito, una transformación hacia una dimensión que trasciende lo visible.

El cuerpo muere, sí, pero el alma (esa chispa divina que habita en cada ser humano) continúa su camino. Desde la fe cristiana, la muerte no destruye al ser, solo cambia su forma de existencia. Como dice la Escritura:

“El cuerpo vuelve al polvo de la tierra, y el espíritu vuelve a Dios, que lo dio.” (Eclesiastés 12:7)

Por eso, aunque el cuerpo repose en la tumba, la esperanza de la resurrección mantiene viva la certeza de que la vida no termina con la muerte, sino que se transforma en eternidad. Quien vivió con amor, fe y bondad, no desaparece: su alma trasciende, y su recuerdo florece en quienes continúan el camino.

Sin embargo, existe otra forma de muerte más silenciosa y dolorosa: la muerte espiritual. No ocurre cuando el corazón deja de latir, sino cuando el alma se apaga por dentro. Es esa desconexión del ser humano con Dios, con el amor y con el sentido de la vida.

La muerte espiritual se manifiesta cuando dejamos de creer, de amar, de tener esperanza; cuando el egoísmo, la indiferencia o la falta de fe ocupan el lugar de la compasión y la luz. Es una existencia sin propósito, una vida vivida en automático, sin comunión con el Espíritu divino que nos da aliento.

La Biblia enseña que “el salario del pecado es la muerte” (Romanos 6:23), refiriéndose no a la muerte física, sino a esa separación interior que nos aleja de la presencia de Dios. Mientras la muerte física es inevitable y forma parte del orden natural, la muerte espiritual sí puede evitarse: basta con mantener encendida la llama del amor, cultivar la fe y obrar con bondad.

La verdadera vida, entonces, no depende de los latidos del corazón, sino de la luz del alma. Hay cuerpos vivos con almas dormidas, y también hay quienes, aunque su cuerpo haya partido, siguen vivos en la eternidad y en el amor que dejaron sembrado.

Por eso, más que temer a la muerte física, deberíamos temer a la muerte espiritual: a vivir sin amor, sin fe, sin propósito.

Porque quien vive en Dios, aun después de la muerte, nunca muere verdaderamente.

No tememos morir, tememos no haber vivido

El miedo a la muerte es, quizás, el sentimiento más universal del ser humano. Nadie escapa a esa sombra interior que nos recuerda que la vida es frágil, efímera, pasajera. Pero, ¿por qué nos causa tanto temor? ¿Por qué algo tan natural como morir (que forma parte del mismo ciclo que nos dio la vida) se convierte en el mayor de nuestros miedos?

Tememos morir, ante todo, por instinto. La vida defiende su existencia; nuestro cuerpo y mente están diseñados para sobrevivir. Pero más allá del instinto biológico, hay un miedo más profundo: la incertidumbre de lo desconocido. La muerte nos enfrenta a lo que no podemos controlar, a lo que no comprendemos plenamente, a ese misterio que ninguna ciencia ha logrado descifrar por completo.

También le tememos porque nos duele el desprendimiento. No queremos soltar lo que amamos: la familia, los amigos, los lugares, los bienes, los recuerdos, los proyectos que aún no terminamos. Nos aterra pensar en dejar de existir en el corazón de quienes amamos, o en ser olvidados con el paso del tiempo. La muerte nos confronta con la fragilidad de los lazos humanos, y con el silencio que queda cuando alguien se va.

En una sociedad que exalta la juventud, el éxito y la apariencia, hablar de la muerte resulta incómodo. Nos hemos acostumbrado a verla como un fracaso, como una pérdida sin sentido, cuando en realidad es la continuidad de un proceso natural y espiritual. Morir no es dejar de ser, sino trascender. Como decía el poeta Rabindranath Tagore:

“La muerte no es apagar la luz, sino apagar la lámpara porque ha llegado el amanecer.”

Desde la fe, la muerte se transforma en esperanza. La Biblia enseña que quien cree en Dios no debe temer, porque la vida no se interrumpe, sino que cambia de forma. Jesús dijo:

“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá.” (Juan 11:25)

El miedo a la muerte se atenúa cuando comprendemos que no somos solo materia, sino espíritu; que la existencia no termina en la tumba, sino que se abre hacia una eternidad que no entendemos, pero en la que confiamos.

Hace poco, en una reunión, pregunté a los asistentes: Levanten la mano los que no le tienen miedo a la muerte. De cien personas, solo nueve la levantaron.

Luego pregunté: Levanten la mano los que quieren ir al cielo. Casi todos levantaron la mano.

Entonces les dije: Para ir al cielo, primero hay que morir.

Y ahí quedó un silencio. Porque, aunque anhelamos el cielo, seguimos temiendo el camino que nos lleva a él. Quizás el problema no está en la muerte, sino en cómo hemos vivido. Tememos morir cuando sentimos que no hemos amado lo suficiente, que no hemos cumplido nuestro propósito, que aún no hemos hecho las paces con Dios, con los demás o con nosotros mismos.

Superar el miedo a la muerte no significa desearla, sino aprender a vivir de tal forma que, cuando llegue, nos encuentre en paz. La muerte no se vence con poder ni con dinero, sino con sentido, con amor, con fe. Quien ha aprendido a vivir con propósito, puede morir con serenidad.

En realidad, no le tememos tanto a la muerte…Le tememos a no haber vivido de verdad.

Amar en ausencia

El dolor por la pérdida de un ser querido es una de las experiencias más profundas del ser humano. Cuando alguien que amamos se va, una parte de nosotros parece irse también. Sentimos un vacío que nada ni nadie puede llenar. Y es que el dolor es el reflejo del amor: quien ama de verdad, sufre al despedirse. No hay fórmulas para evitar el sufrimiento, pero sí caminos que ayudan a transformarlo en paz, gratitud y esperanza.

Aceptar la realidad de la pérdida: negar lo ocurrido o aferrarse al “por qué” solo prolonga el sufrimiento. Aceptar no significa olvidar ni resignarse; significa reconocer que la vida sigue su curso y que el amor permanece más allá de la muerte. Aceptar es dar espacio al recuerdo sin que el dolor se convierta en prisión.

Recordar con gratitud: el recuerdo puede ser una fuente de tristeza o un acto de homenaje. Cuando recordamos con gratitud, transformamos el dolor en agradecimiento por lo vivido. Cada sonrisa compartida, cada palabra, cada gesto de amor se convierte en un tesoro que ilumina el presente. Agradecer lo que fue es honrar lo que ya no está.

Expresar el dolor: llorar, hablar, orar o buscar apoyo emocional y espiritual son pasos esenciales para sanar. El silencio prolongado y el encierro interior solo agravan la herida. Llorar no es debilidad; es liberar el alma. Como dice el Salmo 34:18: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.”

Mantener viva la fe: la fe es un refugio en medio de la tormenta. Nos recuerda que la muerte no es el final, sino un paso hacia la eternidad. Creer que nuestro ser querido descansa en paz y que un día volveremos a encontrarnos trae consuelo al alma. La fe convierte la ausencia en esperanza y el llanto en oración.

Vivir con propósito: honrar la memoria de quienes partieron implica seguir adelante. No se trata de “superar” su pérdida, sino de darle sentido al dolor transformándolo en amor activo: continuar con sus valores, extender la bondad que ellos sembraron, y ser mejores personas en su honor. Así su legado no muere, sino que sigue vivo en nuestras acciones.

La Biblia ofrece un consuelo profundo para el corazón que sufre. En el libro de Apocalipsis (21:4) se nos promete: “Y enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron.”

El duelo no se supera olvidando, sino amando de una manera distinta. Amar en ausencia es aprender a sentir con el alma, a mirar con el corazón, a confiar en que la separación es solo temporal.

Un día, cuando también nosotros crucemos el umbral de la eternidad, comprenderemos que la muerte no fue un adiós, sino un “hasta pronto”.

Mientras tanto, vivamos con amor, recordemos con gratitud y sigamos construyendo la vida con esperanza.

El alma vuelve a casa

La muerte, vista desde la fe, no es un final, sino un retorno. Cuando una persona muere, algo visible se detiene (el cuerpo deja de respirar, el corazón deja de latir), pero lo invisible continúa su camino. El cuerpo vuelve al polvo, cumpliendo el ciclo natural de la vida, pero el alma, esa chispa divina que Dios depositó en cada ser humano, regresa a su Creador.

Así lo expresa el libro de Eclesiastés (12:7): “Y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio.”

Desde una perspectiva espiritual, la muerte no aniquila al ser humano, sino que lo conduce a una nueva etapa de existencia, más allá del tiempo y del espacio. Es el momento del encuentro definitivo entre el alma y Dios, donde cada uno da cuenta de su vida, de sus actos y de su amor. No es un juicio en el sentido humano del castigo, sino una revelación del alma ante la verdad divina, donde la justicia y la misericordia de Dios se manifiestan plenamente.

Para quienes han vivido con fe, esperanza y amor, la muerte es un regreso al hogar, un tránsito hacia la plenitud. Ya no hay dolor, ni cansancio, ni lágrimas; hay descanso, paz y encuentro. Jesús lo expresó con ternura cuando dijo: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay… voy, pues, a preparar lugar para vosotros.” (Juan 14:2)

Desde esta mirada espiritual, morir no es desaparecer, sino ser llamado por Aquel que nos creó, para habitar eternamente en su presencia. Es como cuando el sol se oculta al atardecer: no deja de brillar, solo cambia de horizonte.

Por eso, el Día de los Difuntos no debería vivirse únicamente con tristeza, sino con esperanza y gratitud. Porque quienes han partido no se han perdido, simplemente han cruzado el umbral que todos algún día cruzaremos. La fe nos enseña que la separación es temporal y que el amor, cuando es verdadero, no conoce fronteras entre la tierra y el cielo.

Recordar a los difuntos desde la fe es mantener viva la comunión espiritual con ellos. No los vemos, pero los sentimos cerca. No los tocamos, pero su presencia habita en lo más profundo del alma. En la oración, en el recuerdo y en la esperanza del reencuentro, la muerte deja de ser oscuridad para convertirse en luz.

Porque al final, la muerte no tiene la última palabra. La última palabra siempre la tiene Dios, y su palabra es vida eterna.

Amar antes del adiós

 Cuando la muerte toca nuestra puerta, comprendemos (a veces demasiado tarde) que lo verdaderamente valioso no eran las cosas, sino las personas. Que el tiempo compartido con quienes amamos es un tesoro que no se repite, y que cada abrazo, cada conversación y cada gesto de cariño son fragmentos de eternidad sembrados en el corazón.

La muerte nos enseña que no hay palabras suficientes para reemplazar un “te quiero” no dicho, ni gestos tardíos que compensen una ausencia. Por eso, la mayor sabiduría no está en temer a la muerte, sino en aprender a vivir con amor antes de que llegue.

Amar en vida es mirar a los ojos a nuestros seres queridos y decirles cuánto los valoramos. Es dejar de posponer el perdón, las llamadas, las visitas, los abrazos. Es comprender que la vida no espera, que los días se van y que lo único que queda para siempre son los recuerdos que construimos con amor.

Amar y valorar sin límites a los vivos tranquiliza nuestra conciencia cuando ellos mueren. Porque aunque el corazón sufra por su partida, queda el consuelo profundo de saber que hicimos lo mejor por ellos cuando estuvieron a nuestro lado. Que no guardamos silencios innecesarios ni afectos contenidos, sino que los honramos con presencia, ternura y gratitud en cada día compartido.

Porque al final, cuando la muerte arrebata una presencia, solo los preciosos recuerdos de la vida pueden atenuar la profunda tristeza de la partida.

Y esos recuerdos solo existen si supimos amar a tiempo, si nos atrevimos a demostrarlo, si vivimos con gratitud por cada momento compartido.

Honrar a nuestros difuntos no consiste únicamente en llevar flores o encender velas; consiste en valorar a los vivos mientras están a nuestro lado. Cada día es una oportunidad para expresar amor, para reconciliarnos, para sembrar alegría.

Amar en vida es, quizás, el acto más humano y más divino que podemos realizar. Porque cuando amamos, damos sentido a la existencia; y cuando vivimos amando, la muerte deja de ser un final y se convierte en el eco eterno de todo lo que fuimos capaces de entregar.

Conclusión

El Día de los Difuntos es mucho más que una tradición: es un encuentro entre la memoria y la esperanza, una oportunidad para reconciliarnos con el misterio de la muerte y, sobre todo, para redescubrir el valor sagrado de la vida.

Nos recuerda que somos viajeros temporales en cuerpo, pero eternos en espíritu. Que la muerte física forma parte del ciclo natural de la existencia, pero la muerte espiritual (esa que nace del desamor, la indiferencia o la falta de fe) sí puede evitarse si vivimos con el corazón encendido por el amor y la luz de Dios.

Temer a la muerte es humano; confiar en la vida eterna es divino. La fe nos enseña que la muerte no tiene la última palabra, porque el amor de Dios vence toda oscuridad y transforma el final en comienzo.

Recordar a quienes partieron no es mirar atrás con tristeza, sino mirar hacia el cielo con gratitud y esperanza. Ellos viven en la eternidad de Dios y en los recuerdos que sembraron en nosotros.

Que cada 2 de noviembre (al visitar una tumba, encender una vela o elevar una oración) recordemos que morir no es desaparecer, sino volver al origen, regresar al abrazo eterno del Creador.

Y que mientras caminamos por esta tierra, aprendamos a amar sin reservas, a perdonar sin demora y a valorar cada día como un regalo. Porque quien vive amando deja huellas que ni el tiempo ni la muerte pueden borrar.

Al final, la vida y la muerte no son contrarias: son dos orillas del mismo río que fluye hacia la eternidad. Y cuando llegue la hora de cruzarlo, el alma que amó encontrará, del otro lado, el hogar que nunca perdió.

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Exasambleísta Elio Peña analiza posible candidatura a la prefectura de Zamora Chinchipe

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La mañana de este lunes 22 de diciembre, en el espacio de entrevistas Frente a Frente de Diario El Amazónico, se contó con la participación del exasambleísta Elio Peña, quien abordó el panorama político provincial de cara a las elecciones seccionales de 2027 y se refirió a los rumores sobre posibles candidaturas dentro del movimiento Pachakutik.

Durante el diálogo, el periodista Alcibar Lupercio consultó a Elio Peña sobre su futuro político y la posibilidad de reactivar su participación electoral, en un contexto en el que ya se escuchan nombres de precandidatos a prefecturas y alcaldías en la provincia. Al respecto, el exlegislador aclaró que no ha permanecido al margen del análisis político y que, por el contrario, se encuentra evaluando distintos escenarios desde la agrupación política a la que pertenece orgánicamente.

“El decir que nos hemos quedado quietos no es correcto. Hemos estado analizando varias cosas desde la organización política a la que me debo”, manifestó Peña, al tiempo que confirmó que Pachakutik prevé salir con candidaturas, sin descartar alianzas estratégicas. Reconoció además que su nombre ha sido mencionado por dirigentes y bases provinciales, lo cual consideró un gesto de respaldo y reconocimiento político.

En este contexto, explicó que el movimiento analiza con detenimiento las condiciones legales y políticas de las próximas elecciones seccionales, especialmente en lo referente a la equidad de género, recordando que en las candidaturas a alcaldías, de los nueve cantones, cinco deben corresponder a mujeres y cuatro a varones, además de cumplir con la cuota de participación juvenil establecida en la normativa electoral.

El exasambleísta fue enfático en señalar que Pachakutik, al momento, no cuenta con un candidato oficial ni con alianzas formalizadas, y que cualquier definición deberá resolverse a través de los mecanismos orgánicos del movimiento. “De suscitarse alguna alianza, esta debe ser formalizada y avalada por las organizaciones de nuestra agrupación política”, precisó.

Consultado sobre los rumores que vinculan al actual alcalde del cantón Zamora, Manuel González, como posible candidato a la prefectura por Pachakutik, Peña calificó dichas versiones como especulaciones y reiteró que ninguna candidatura puede establecerse de manera informal.

“El Pachakutik no tiene patrones ni dueños; es una organización política orgánica. Cualquier candidatura o alianza debe ser pronunciada desde la organización como tal”, afirmó.

Finalmente, Elio Peña subrayó su compromiso con las decisiones colectivas del movimiento, señalando que respaldará lo que resuelvan las bases en una asamblea o consejo político ampliado. Recalcó que Pachakutik mantiene una tradición de apertura a alianzas, siempre bajo procesos formales, transparentes y con respeto a la participación democrática.

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La Cooperativa Unión Yantzaza reafirma su compromiso con viajes seguros y condiciones óptimas para los usuarios

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La Cooperativa de Transportes Unión Yantzaza
garantiza que cada viaje se realice en un ambiente impecable, seguro y confortable, porque entendemos que un viaje limpio es un viaje tranquilo.

En esta temporada especial, cuando la cuenta regresiva para la Nochebuena ha comenzado, ponemos a su disposición nuestro Servicio de Encomiendas, ideal para el envío de regalos, documentos y productos a Quito, Loja, Machala y a cualquier punto de nuestra red nacional. ¡Somos su mejor aliado para llegar a tiempo!

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Dirección: Av. Iván Riofrío y Martín Ayuy, Terminal Terrestre de Yantzaza, cantón Zamora, Ecuador
WhatsApp: 096 005 9074

José Luis Medina
Gerente

Fausto Tene
Presidente

✨ La Cooperativa de Transportes Unión Yantzaza les desea una Feliz Navidad y un próspero Año Nuevo 2026, colmado de paz, bienestar y nuevos caminos por recorrer.

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Panguintza conmemora su XIV aniversario de parroquialización con el fortalecimiento del sector productivo y ganadero

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En el marco de la conmemoración del XIV Aniversario de Parroquialización de Panguintza, la presidenta de la parroquia, Mónica Alvares junto a la prefecta de la provincia participó en la XIII Feria Agropecuaria, Productiva y de Emprendimientos de la parroquia Panguintza – 2025, un espacio orientado a la promoción del desarrollo rural, la dinamización económica local y la valoración del trabajo del sector campesino.

La feria constituyó un escenario de encuentro entre productores, emprendedores y autoridades, donde se evidenció el esfuerzo sostenido de las comunidades rurales por fortalecer la producción agropecuaria, particularmente en el ámbito ganadero, como pilar fundamental de la economía parroquial.

Como parte de la agenda, se desarrolló el Concurso de Bovinos Hembra de la raza Holstein Friesian, en la categoría de 03 a 06 meses, cuyos resultados fueron los siguientes:

  • Primer lugar: Segundo Guamán, comunidad San Gregorio.

  • Segundo lugar: Liliana Vicente, comunidad Flores de Panguintza.

  • Tercer lugar: Ángel Ochoa, sector Panguintza Alto.

Durante el evento, la presidenta Mónica Alvares destacó la importancia de impulsar iniciativas que reconozcan el trabajo del campo, fomenten la innovación productiva y fortalezcan las capacidades locales, en concordancia con los objetivos de desarrollo sostenible del territorio.

Desde el GAD parroquial el compromiso institucional continúa promoviendo políticas, programas y proyectos que fortalezcan el sector productivo y ganadero de la parroquia, contribuyendo así al desarrollo integral, la soberanía alimentaria y el bienestar de las familias rurales.

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